DESAYUNO DE CAMPEONES: Earl Manigault, el mito callejero. Por MAXIMILIANO CURCIO

Tanto la prensa especializada como los fanáticos del baloncesto gustan enfrascarse en debates apasionados a la hora de brindar subjetiva apreciación acerca de quien piensan que fue el mejor jugador de todos los tiempos. Conocer la historia del básquet profesional norteamericano hasta el más mínimo detalle, ha sido la obsesión de los amantes de este deporte, reincidentes en encender la polémica. Fue Bill Russell, fue Wilt Chamberlain, fue Oscar Robertson, fue Michael Jordan. ¿Es LeBron James? Podrían condensarse en esos nombres propios los talentos más preponderantes de todos los tiempos. En búsqueda de colocar la corona sobre la sien al entronado GOAT (Greatest of All Time).

Esta es tan solo una parte de la historia del baloncesto, ateniéndose a los límites de la práctica profesional. Pero cabe preguntarse, ¿qué ocurre si incluyéramos en la disputa a aquellas fantásticas estrellas del básquet callejero que deslumbraron a los simpatizantes del deporte practicado sobre el pavimento? La pregunta del millón, acerca de quién fue el más grande de todos los tiempos, le fue formulada a Kareem Abdul-Jabbar, el máximo anotador de la historia de la NBA. Su respuesta fue contundente: Earl Manigault (1944-1998, South Carolina/USA). La segunda pregunta del millón podría verbalizarse de la siguiente forma: ¿cuánto hay de verdad en el mito?

Quizás, la leyenda de Manigault pueda resumirse de la siguiente forma: el talento más notable que jamás haya pisado una cancha de baloncesto profesional. Su historia de vida comienza en 1945, en una empobrecida zona rural de Carolina del Sur. Sorteando la extrema pobreza, Earl -el más pequeño de nueve hijos- huyó con su madre a Harlem, en búsqueda de progreso e inserción social. Debiendo lidiar con acuciantes limitaciones económicas, el joven Manigault encontró en el baloncesto un sentido de vida y un espacio sagrado en donde exorcizar las frustraciones de su dura vida cotidiana. Las crónicas marginales cuentan que escapó de la más terrible miseria y que superó series deficiencias de alimentación que minaron su desarrollo físico.

El precoz Earl, durante sus horas de esparcimiento, perfeccionó su técnica y se involucró en sesiones de práctica interminables: mecanizó su estilo de tiro y se convirtió en un prodigio del arte de dunkear el balón. Aspecto que despierta nuestro asombro, al tratarse de un jugador de escasa estatura: seis pies y una pulgada, un modelo de base clásico. Tenía apenas dieciséis años de edad. Las destrezas en el aire perpetradas por Earl eran francamente circenses. Podía suspenderse por segundos, quebrando toda ley de gravedad. Acrobático showman, pergeñó auténticas competencias de volcadas callejeras, décadas antes de que la práctica se popularizara en Juegos de Estrellas. Su velocidad en permanente combustión le hacía apreciar el juego un paso más adelantado que el resto de sus rivales.

Sus prodigiosos pies parecían tener resortes, elevándose a niveles sin precedentes. Su fuerza para enterrar el balón podía corresponder más a portentos físicos como Darryl Dawkins o Darrel Griffith, cuyos récords estadísticos de capacidad de salto aún se mantienen imbatibles. Earl lo lograba con extrema facilidad. Además, era un mago que hacía de sus manos un vital instrumento para hacer del balón lo que le viniera en gana. Perpetrador de increíbles saltos y hazañas aéreas que dejaban atónito hasta el más escéptico de los simpatizantes. No había apuesta deportiva que se negara a intentar, algo que le granjeó popularidad suficiente dentro de su vecindario. El boca a boca corrió como reguero de pólvora. Pronto, no había un solo ciudadano de Manhattan que no conozca de que hablaban cuando hablaban de Earl. Su hábitat predilecto era Rucker Park, una popular cancha de baloncesto localizada en Nueva York, entre la 155th y 8th Avenida, en el barrio de Harlem.

La circunferencia anaranjada era su medio de expresión. Sus virtudes atléticas para el salto eran casi sobrehumanas, y su rapidez y reflejos lo convirtieron en un favorito de la fanaticada. Una nueva leyenda de las calles de Nueva York había nacido. Innovador y temerario, no evitó medirse con los nombres más importantes del baloncesto callejero, quienes trascenderían a la práctica profesional: Connie Hawkins, Earl ‘The Pearl’ Monroe, Nate Archibald y, por supuesto, su eterno admirador: Kareem Abdul-Jabbar. Se midió ante estrellas callejeras como ‘Pee-Wee’ Kirkland y su legado fue continuado por emblemas de la competencia como Joe Hammond, Raymond Lewis, Fly Williams y Demetrius Mitchell. Con reverencia, la comunidad neoyorkina apodó a Earl ‘The Goat’, acrónimo de ‘el más grande’. El joven maravilla era toda una celebridad y parecía estar a gusto con el nuevo mote adquirido. Perteneciente a la cultura popular anaranjada, pudo haber integrado con honores la escuadra del Harlem Globe Trotters, siguiendo los pasos de su inevitable espejo: Marques Haynes.

Fuera de la cancha, conocíamos el amargo anverso de la moneda. Earl era un rebelde, un renegado. Ni su coach podía encauzarlo. No había mentor de vida ni límite disciplinario para este eterno desplazado del sistema. Su pobre rendimiento académico y su dudosa conducta en el ámbito extradeportivo (enfrentó numerosos cargos por consumo y tenencia de estupefacientes) dificultaron el camino de Manigault hacia el básquet colegiado. Si bien había recibido lucrativas ofertas de becas universitarias, el propio jugador no se sentía capaz de reunir la consistencia necesaria para dar semejante paso de transición. Un fugaz intento de unirse a austera institución neoyorkina John C. Smith acabó en fiasco. Earl simplemente no encajaba. Víctima del abuso de sustancias, sus oportunidades se disolvieron demasiado pronto. Sus intentos por regresar a la práctica regular del deporte se vieron interrumpidos por dos estancias en prisión, acontecidas entre 1969 y 1977.

Como interludio entre ambas, una apreciable oferta económica le llegó para unirse al equipo Utah Stars, de la ABA. Fuente inagotable de problemas y eterno inadaptado, Earl no pudo tampoco anidar allí. Sus sueños de jugar profesionalmente se desvanecían por siempre. La vistosa liga de baloncesto, creada en 1967, y que rivalizara en directa competencia con la NBA durante sus nueve años de actividad, cobijó a grandes estrellas, tan turbulentas como emergentes, un cúmulo de forajidos y desclasados integrado por Marvin Barnes, Mel Daniels, George McInnis, Warren Jabali, Zelmo Beatty y Roger Brown, quienes encontraron una vía alternativa para lucirse nueve años. Además, fue pionera en la inclusión de las competencias de volcadas, la especialidad de la casa para Earl. ¿Imaginan el frenesí que hubiera causado su inclusión? Probablemente, hubiera torcido el rumbo mismo de la historia. La disolución de la liga del balón tricolor (al año siguiente de la negativa sufrida por Earl) llevó a la absorción de sus principales franquicias por parte de la NBA. Con un motivo meramente económico a la vista, uno puede sospechar que el impacto publicitario de una figura como Manigault hubiera otorgado años más de vida a este epítome del juego espectacular.

Huidizo, vagó itinerante por diversas ciudades. Los problemas volverían a alcanzarlo demasiado pronto. Su hoja de ruta de vida se plagaba de más derrotas que victorias. Aquel otrora rey del básquet callejero se veía confinado a años de oscuridad, por segunda ocasión. Una inesperada oportunidad golpearía a su puerta, una vez recuperada la libertad: Earl ejercitaría un profundo examen de conciencia, llevando a cabo labores comunitarias con los adolescentes provenientes de sectores más humildes. Se había convertido en un vocero generacional. Admirado por nóveles talentos de los años ‘80 como Julius Erving o Bernard King, también por artistas del básquet callejero del nuevo milenio, como Rafer Alston o Lenny Cooke, un rehabilitado Earl deseaba contar su historia, como modelo de ejemplo de cómo no debes conducirte en la vida. En cierta forma, el consejo a manera de advertencia era para ‘The Goat’ una posibilidad de reinventarse. De renacer.

La itinerante y escandalosa vida de este ícono constituyó material de exploración cinematográfica, siendo una biopic acerca de antaña retrospectiva de gloria y ocaso llevada a la gran pantalla, por el director Erik LaSalle, dos años antes de su desaparición física. Testimonio contrastado de su romance con el deporte y de sus problemas con la ley, “Rebound: la Leyenda de Earl Manigault” (1996), bajo la piel del actor Don Cheadle, trajo a las nuevas generaciones el encanto y el enigma de aquel mito que rubricó su inmortalidad en los campos asfaltados de la urbe que lo consideró un hijo directo. La historia más grande jamás contada escribía la página más ilustre que aquel pequeño pudiera haber soñado, cruzando inmensos campos de algodón, rumbo a la gran ciudad que nunca duerme. El tiempo no ha hecho más que engrandecer su legado: es el único jugador incorporado al Salón de la Fama que no haya jugado en la NBA. Sobran más palabras.



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