RINCÓN CINÉFILO: Especial Festival Internacional de Cine de Mar del Plata / Novena Parte. Por JULIO VARELA


Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

Yendo de la cama al living

Sepa quienes quieran disfrutar de un festival hay que, ante todo, quitarle horas al sueño y atreverse a desafiar lo desconocido. Pero para los amantes del cine no hay mejor placer que explorar los nuevos recorridos y de paso revisitar el pasado con alguna retrospectiva por más que, empolvados, tengamos en la biblioteca del living algún VHS o DVD con alguna de los títulos que se proyectan en el festival por ejemplo de Favio o, de Cronomberg.

El viernes, como ya fue reseñado, fue un día bastante agitado. Terminaba la competencia y ya eran muchas las películas a cuestas, como si fueran las bolsas con latas de otros tiempos del fílmico. Y no es que las películas resulten un peso, al contrario, es que uno las lleva consigo durante todo el recorrido del festival y cuando ya transcurre el décimo día, las latas empiezan a mezclarse y resulta que el rollo del final queda al principio por ese desorden de las imágenes cuanto se ven películas, una detrás de la otra.

Si no hubiese estado nublado, la salida del sol agregaría un toque romántico luego de la cabalgata, las cenas, los debates, las polémicas, la escritura. Las primeras luces te llevan a la cama y a las 9 hay que estar prestos porque a las 10 hay cine -a veces a las 9-, un café a las apuradas y otra vez al campo de batalla a lidiar con tantas producciones, tratando de descifrarlas, de medir las emociones, de desentrañar porqué nos gusta o nos disgusta.

 En este caso fuimos de la cama a Living (Oliver Hermanus). Así de una. En la sala del shopping Los Gallegos estaba esperando a los madrugadores -que fueron multitud, como en todas las funciones- este remake de Vivir, la recordada película de Kurosawa cuyo guión se respetó incorporándose a la escritura el premio Nobel, Ishiguro. Esta versión es inglesa mil por mil a tal punto que comienza como si fuera una producción del free cinema y termina del mismo modo, con el cartel de The End, como en los viejos tiempos, inundando la pantalla. En el medio hay cien minutos de toda la flema británica -que se erradica con un simple cambio de sombrero- pero luego es el momento de las emociones, nunca al borde de la lágrima. Sobra ternura y acaso una pátina de melancolía que inspira una vida que se extingue. Living, como en Vivir, es el tipo película que le gusta a todos los espectadores y que la intelectualidad la mira con cierta reserva, quizás por eso mismo. El cine ha explorado nuevos caminos y temáticas y de pronto ¿por qué tendría un festival que impedirse una película con sentimientos? ¿dónde está escrito eso? ¿Por qué privarnos de esa educación sentimental que fue el cine en el comienzo de nuestras vidas? Cuando no habíamos leído todavía a Bazin, Sadoul o a Sarris, ¿cómo nos llegaba el cine si no era a través de la emoción? Entonces bienvenida Living, con esa candidez propia del cine que descubrimos cuando con zapatos acordonados (lo más veteranos) dábamos los primeros pasos en las salas.

Hay que sumarle una actuación descomunal de Bill Nighy (el muy pillo sabe donde la aprieta el zapato a la gente, pero no abusa) y un halo de aquel Kurosawa que no tuvo vergüenza en emocionar también al mundo occidental.

Después de esta experiencia se abrían las puertas de otra totalmente distinta, con un registro que generó otros niveles de entusiasmo no menos válidos. Era la nueva película de Jonás Trueba, hecha en pandemia, Tenéis que venir a Verla es su título. Y sí. Porque esa película se daba en el mismo complejo, a metros de la otra sala. Más o menos como ir de la cama al living, no para sentir el encierro sino para entrar en el infinito.



Categorías:Rincón Cinéfilo

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