
Crecí en una familia con rutinas, rutinas de amor. Todas las mañana mi madre me despertaba con el desayuno, esa leche chocolatada riquísima que jamás volví a probar, y eso que tomé varias, porque soy un fanático de la chocolatada, pero su sabor fue irremplazable, tal vez porque tenía el gusto al amor de mamá, tan único e irremplazable.
Las caminatas hacia el colegio, con mi hermana mayor, conversando y también, algunas veces, peleando. El regreso a casa al mediodía, la hora de hacer las tareas, el jugar a la pelota con papá en el patio de casa mientras mamá leía su libro de turno. Los sábados en el parque, los domingos en la casa de la abuela, con toda la familia reunida, generalmente almorzando los ravioles que la nona amasaba. Las vacaciones en La Costa. El dormir escuchando un cuento… Tantas rutinas, que tal vez para otras personas hubiesen sido caer en la monotonía, pero que para mí fueron la felicidad más absoluta y hoy, en el otoño de mi vida, se convirtieron en los recuerdos más añorados.
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