CUENTOS: «Réplicas oscuras». Por María Nieves Gorosito.

     -¿Cree en los ángeles del libro de Enoc? — el hombre, que parecía un mausoleo enfundado dentro de un sobretodo gris, le preguntó al viejo editor. Este acomodaba libros en los stands de la librería.

     Se sobresaltó (no lo había escuchado entrar al negocio), pero enseguida se repuso y recordó la pregunta que lo sacó de su tarea de desapilar y acomodar. Rio entre dientes; estaba acostumbrado a la charlatanería de poetas desesperados, que buscaban congraciarse con él para ser publicados. Sin embargo, aquella presentación elocuente logró atraparlo.

     La jornada laboral había sido demasiado apacible, lindando con lo aburrida. Polonia intentaba ponerse de pie luego del nazismo. Las calles, escenarios antiguos del horror, eran aquellos laberintos de la memoria que la gente no quería recorrer; sumado a esto, un clima borrascoso. Al hombre le faltaba media hora para cerrar el negocio e irse a su casa, que sin Rut había dejado de ser un hogar. Sin su voz resonando dentro de aquellas paredes el lugar era más bien una pila de escombros, bloques de recuerdos melancólicos que le aprisionaban el pecho. En ocasiones, no había tenido el valor de volver. Se quedaba a pasar la noche en el anexo como un perro callejero se enrosca en algún rincón de la ciudad esperando a que regrese el sol. Aquel lugar fue el escondite de casi cuatro años hasta que los delataron, y mataron a su hija.

     Colocó el último de los libros en el expositor y encendió las luces porque la tormenta había adelantado la oscuridad de la noche; se dirigió hacia el mostrador. Supuso que recibiría una propuesta editorial de aquel sujeto de altura despampanante y vestimenta sobria pero palabras retóricas.

     Cuando lo tuvo más de cerca, sus rasgos le provocaron rechazo. Intentó disimular; sabía en carne propia el dolor del prejuicio. Posó las manos en el mueble que los separaba, y lo miró a los ojos de un color tan negro que lo arrastraron a la profundidad más remota y oscura del mar. Se esforzó por aquietar aquella alarma interna, fingió naturalidad.

   -¿Me vendrá a ofrecer una historia de Yekun? Según el libro que usted mencionó, fue este ángel negro quien enseñó a los hombres el lenguaje de signos. Otro ángel caído no hubiese podido escribir absolutamente nada — bromeó en un gesto amable a quien había pensado como un Cervantes polaco en búsqueda de su Francisco de Robles y Juan De La Cuesta.

     El extraño, sorprendido ante aquella respuesta, adquirió una mueca divertida en el rostro, aunque cualquier semblante en aquellas facciones adoptaban una expresión maquiavélica.

-Veo que sabe del tema. Sin embargo, debo aclararle que como en la tierra todo cambia, en el infierno también —su comentario fue mordaz.

-Bueno, ya verá… —el editor abrió los brazos para mostrar el entorno atisbado de libros—. Leo todo lo que pasa por mis manos. Además, ese libro es una obra religiosa de mi pueblo. Allí, Enoc, bisabuelo de Noé, escribió sobre el origen de los demonios y de los gigantes. Los ángeles caídos pertenecían al grupo celestial que tenían la tarea de cuidar a la humanidad, pero la historia terminó mal. Se sintieron poderosos con sus dones y cuestionaron al Creador, fue así que se ganaron la expulsión del Cielo.

     Un rayo iluminó el firmamento poblado de nubes cargadas de agua, el editor se mostró azorado por el consecuente trueno. El extraño se mantuvo impávido, y retomó la conversación interrumpida por la ira de la naturaleza, pero cambió la dirección de la charla.

-Se necesita tener mucha fe para no caer en la venganza, ¿no cree? Muchos la profesan, pero de ahí a que la tengan…Un abismo. — Largó una carcajada fuera de lugar y golpeó con las palmas de las manos el mueble, que se escuchó como el ruido de la trampa que caza al ratón—. Hay un poco de injusticia en lo que la humanidad cuenta sobre los deberes de un ángel: “salvaguardar la humanidad”, como si aquella tarea fuera honorífica o dignificante. Bien sabe, que hay “hijitos de Dios” que son peor que el mismísimo diablo.

     Al dueño del lugar, aunque no sabía qué, algo de lo que estaba sucediendo lo incomodaba. Quiso entender.

-Me va a tener que explicar en qué lo puedo ayudar.

-No, soy yo el que lo va a ayudar a usted—  lo corrigió—. No hay en el mundo donde ocultar semejante dolor.

     El editor tragó saliva en un intento de desanudar el nudo en la garganta que se le había formado cuando aquel desconocido infirió conocerlo. Estuvo a punto de decirle que se vaya, le despertaba mucha desconfianza. No lo hizo. Lo miraba, intentaba descifrarlo. Se detuvo a mirar la montaña de huesos y carne que le asomaba detrás de los hombros; un escalofrío desagradable le erizó la piel. El foráneo jugó con la intriga del judío, caminó hacia la puerta exhibiendo la estrafalaria espalda. Bajó las persianas del local y la luz de las farolas de la calle se le apagaron en el rostro.

         -No me tenga miedo, solo vengo a ofrecerle algo que su Dios nunca le ofrecerá — hizo una pausa—: justicia por Rut.

     En el techo alto y herido de guerra, los murciélagos batieron las alas que resonaron en cada rincón de la construcción; la palabra justicia y el nombre de Rut tuvieron el mismo efecto en el interior del cuerpo del comerciante. Sintió calor, los pensamientos se le atropellaban unos con otros en la cabeza. Las únicas dos cosas que le quedaban después de perder a su hija eran aquellos libros que había editado, memorias de sus años de trabajo, y la integridad, que le flaqueó ante aquella extraña propuesta. Se esforzaba en controlar el temblor y para sostenerle la mirada.

       -No creo que la venganza cure mi dolor.

       -No me va a decir que es uno de los que creen en que hay que poner la otra mejilla.  ¿Va a permitir que Adamski viva tranquilo, mientras usted carga, día tras día, la ausencia irreparable y la fe idiota de que la justicia divina obrará por Rut?

      El editor aferró las manos al mostrador al oír aquel apellido. Preguntó.

-¿Qué ganaría con todo esto? ¿Quién es y cómo sabe…

-No importa quién soy…

-Sí, importa para mí— lo increpó.

¡Ja!  — Se cruzó de brazos con gesto irónico —. Sabía que todo esto no resultaría en vano. No me equivoqué, corre sangre por sus venas. No existe hombre que no esté dispuesto a vender el alma por venganza cuando le han arrebatado lo más importante en la vida. Escúcheme, Józef, al contrario de lo que significa su nombre “Dios no lo proveerá”; yo sí lo haré.

     La atmósfera densa que se había generado empujó al editor a rezar hacia adentro.No lo había visto entrar, pero estaba seguro de que al momento de atravesar la puerta habría debido de agacharse. Aquel hombre que medía al menos dos metros tenía las manos con dedos que simulaban los movimientos de las patas de una araña, y la piel que lucía como el mármol opaco de las tumbas. El gigante se dejaba observar, mientras el ruido de la lluvia trasladó los pensamientos del editor a los Nefilim. Según la visión judía tradicional, estos habían sido unos ángeles gigantes que habitaron la tierra antes del gran diluvio. Algunos lograron subsistir, y se convirtieron en maestros de la magia negra. Con el tiempo, los estudiosos del tema habían comenzado a sospechar que aquellos hallazgos antropológicos de esqueletos enormes encontrados en varias partes del planeta no eran seres sobrenaturales, sino personas con problemas de salud. Humanos que habrían padecido gigantismo, una enfermedad producto de la excesiva secreción de la hormona del crecimiento.

     “En qué estoy pensando, ¡qué importa quién o qué es!”, se reprochó.

-La verdad, me importa muy poco quién es usted. Si un ángel, un demonio o el rey de la venganza el Conde de Montecristo. Si su presencia nada tiene que ver con lo que yo hago aquí, libros, le voy a pedir que se retire y me deje en paz. Así como ya no creo en el cielo, en el infierno tampoco.

     El dolor tiene un umbral de tolerancia, también el control de la ira. El editor estaba a punto de conocer el suyo.

-No sé por qué tengo la sensación de que no sabe todos los capítulos de su propia historia. Rut se merece que hagan justicia por ella; gracias a su sacrificio usted sigue vivo. Pero bueno, cosas así suceden en este mundo repugnante — las palabras estaban cargadas de desprecio —. Personas valientes como Rut mueren, mientras que un malnacido como Adamski y un cobarde como usted, viven. Que tenga buenas noches — se despidió para dirigirse hacia la puerta sin mirarlo, pero aguardando una reacción.

     En varias ocasiones el padre había visto marcas o lastimaduras como consecuencia de lo que según Rut habían sido accidentes domésticos. El editor sintió que un fuego le quemaba por dentro; la verdad se manifestaba sin ningún velo. Adamski no solo fue un déspota que cobraba por su silencio, también había salido a la luz que había exigido favores sexuales a las mujeres a cambio de su discreción con el nazismo. Ingenuamente, Józef pensaba que había podido resguardar de aquellas garras a su hija; golpeó con furia el mostrador. El gigante detuvo la marcha y, victorioso, se volvió para mirarlo.

-No sería venganza, sino más bien justicia – pronunció la última palabra remarcando cada sílaba –. Estamos hablando de un ser despreciable, nadie lo extrañará.

     El judío, al oír aquel argumento, sintió que le arrancaban el espíritu; acababa de enterrar su inocencia.

-Adamski pasará rumbo a su casa por la cortada contigua a la librería. Su auto se descompondrá al salir del trabajo y el tramo deberá hacerlo caminando; esto ya está sucediendo. Usted, tiene que decidir si sigue con sus insignificantes días… u honra la memoria de Rut. Tiene todo lo que necesita: su arma en el anexo que no pudo usar cuando la vinieron a buscar, el odio y los motivos para gatillarla. La tormenta será el altar del sacrificio y la guardiana de su secreto.

     El editor no podía dejar de pensar en quién era aquel sujeto, y cómo sabía tanto. ¿Cómo sabía dónde estaba el arma?, solo Rut y él conocían de su existencia. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Había alguien con él en esa habitación o era todo producto de la alucinación de una demencia prematura? No sería el único afectado por la locura a causa de los crudos años de la guerra. El corazón parecía que iba salírsele por la boca. Se sentía aturdido, mareado y con el estómago revuelto.

     Una lágrima le quemó el rostro y el alma se le sacudió. La venganza lo empujó hacia el anexo para tomar el revolver. La criatura enorme lo esperó con la puerta abierta, y, al asomarse, la lluvia montada en el viento le escupió la cara. En la esquina, tal como lo había presagiado aquel hombre gris, Adamski se adentraba en la oscuridad de la calle.

     Józef cerró los ojos y pensó en la sonrisa de Rut para tomar coraje. Se miró por dentro… se encontró vacío. Hizo unos pasos en dirección hacia su presa, volteó para mirar a quien le abrió la puerta de la librería, de su pasado y de la venganza; lo miraba imperturbable. Siguió caminando con decisión, empuñando fuerte el arma con el dedo abrazado al gatillo. No le iba a disparar de espaldas, quería verle el rostro quebrarse por el miedo, quería que viviera en un segundo el infierno que había hecho padecer a los demás y a su hija.

     El perseguido sintió pasos y giró para ver quién era, el editor ya estaba en posición para disparar. Adamski no intentó huir, levantó las manos mostrando las palmas. Pensó que era un robo, pero era un ajuste de cuentas. Józef se acercó para dejarse ver. La presa reconoció a su cazador, y se arrodilló con la cabeza baja para recibir el castigo. No luchó, aceptó su destino.

-¡Mirame, carajo! — dijo, y con el revolver lo abofeteó.

     La actitud pasiva y el hecho de que le negara la mirada lo provocaron aún más; apretó los dientes y gatilló tres veces. El cuerpo cayó al piso boca abajo como una bolsa de arena, y el editor con el rostro desencajado se acercó a contemplarlo. Volteó el cadáver, vio su propio rostro cubierto de sangre como si se mirara al espejo. Un frío lo recorrió entero y le hizo soltar el arma como si le quemase. Se alejó de su víctima. Giró la cabeza para buscar la fuente de su odio y no arrepentirse, dio con la enorme sombra que lo contemplaba desde la esquina. Miró el cuerpo sin vida y, esta vez, sí reconoció a Adamski. La lluvia se hizo copiosa, pero ni el agua ni la sangre derramada lavaron su dolor.  Los músculos de las piernas perdieron fuerza y cayó de rodillas. La enorme sombra caminó hacia él, pero se evaporó ante sus ojos en la cortina de lluvia.



Categorías:El Muro

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