
SINOPSIS: N es una mujer que día a día enfrenta una lucha con su imagen y con la ansiedad que le produce la bulimia. El aislamiento consciente y las constantes pesadillas, que ya ni siquiera la atormentan, la hacen parte de un círculo vicioso sin salida que va más allá de la barrera entre lo real e irreal.
UN CINE QUE VALE SU PESO EN ORO
Bombos y platillos anuncian, desde los créditos iniciales, la nueva creación audiovisual de Bastian-A, uno de los cineastas independientes argentinos más originales que este escritor conozca. Independiente, argentino y original, tres adjetivos que describen con justicia a Bastian-A y que los títulos iniciales arrojan sobre la pantalla. Porque se dice, o porque se siente lo que se hace.
Círculos, un leitmotiv. La perfecta circunferencia que ha inspirado a los más diversos artistas a lo largo de toda la historia. Miles de ellas se han escrito al respecto. Rollos de celuloide que multiplican la geometría circular. Hay algo mágico allí. Un eterno retorno, a nuestro amor por el cine. Tanto hay de infinito en un círculo como imaginería en el vuelo creativo de Bastian-A. Entonces el círculo ahora es la luna, un punto de partida. Una ligazón amorosa con el cine, aquel viaje de Georges Meliés en 1902. Una declaración de intenciones estéticas y una música que suena en la radio. Parece venir de otro tiempo, la melodía nos atraviesa. Suena antiquísima. Nos disponemos a adentrarnos en un viaje sensorial.
De pronto, un ruido sucede a otro. No sabemos si es la luna o es el sol. Hay elipsis temporal y abajo la ciudad arde. Altisonancias sonoras se superponen, hay violencia en las calles. La sangre salpica la pantalla y allí aparece Rocío. Capturada en blanco y negro parece una musa de la Nouvelle Vague. El fondo suspende su cuerpo fuera de todo tiempo y espacio. El cine, que es alimento espiritual, consume una poderosa metáfora: la comida chatarra puede ser esa dañina verdad digerida que nos quieren hacer tragar. O no, simplemente se trate de un mal sueño. Ficción dentro de la ficción y espejo de la fantasía onírica, a su lado reposa un ejemplar de “Alicia…”, de Lewis Carroll.
Bastian-A no filma ningún plano al azar. En cada registro nos deja pistas que construyen el relato. Pueden ser mensajes colgados en una pared, un reloj que marcas las horas o una balanza que pesa algo más que solo un cuerpo bañado en sangre. Luego, el agua bajo la ducha se llevará todo rastro. Todo, menos la angustia que corroe a nuestra protagonista por dentro. Miremos sus ojos. Con inmensa sensibilidad, cada secuencia es una composición pictórica. Cine en estado puro que nos anima a observar con atención.
El realizador se calza las ropas de experto prestidigitador: es un avezado mago que nos enseña su último truco. Enésimo guiño amoroso al cine, un tren miniatura avanza cuando el sueño cubre toda realidad. La vía se transforma en cinta métrica, conformando materia fértil para una posible interpretación freudiana. Con absoluta riqueza plástica, la ausencia de colores magnifica la propuesta. Instantes después, Rocío es una muñeca rota ejecutando su arte entre inertes maniquíes. Los vestidos desparramados en el suelo poseen detalles florales y la acumulación simula un pastizal artificial. El sonido de insectos nos convence de que podría ser cierto. De repente, espejos circulares fragmentan el reflejo. La mirada se multiplica, ella se maquilla. La flor se marchita en los bordes de unas páginas abandonadas. Alicia sueña a través del espejo preguntándose que encontrará allí y Rocío cuelga su mente en las nubes. Una melodía agradable matiza la espera. «Xs» y «Vs» chorrean tinta en la puerta del refrigerador. Valores antagónicos como resultante absolutista. Hoy sí, ayer no. Quien sabe, mañana…
Rocío, cual Eva contemporánea, intenta emular a la renacentista “La Creación de Adán”, pero una caída lo imposibilita. La analogía con el famoso cuadro no es azarosa: en aquel tiempo, el ser humano era la medida de todas las cosas. El antropocentrismo retornaba los valores de la antigüedad clásica. Simetrías y dimensiones armónicas, como dicen que debe ser. ¿Será? Inteligente decisión autoral que connota con el trance emotivo del que estamos siendo testigos.
Otra vez, bombos y platillos hacen su irrupción. El vértigo de la vida moderna nos lleva a las calles. La imagen publicitaria nos atosiga. El estímulo visual es más que evidente. Una imagen vale más que mil palabras como instrumento poderoso que busca convencer. Carteles y anuncios, allí y acá. Ya podemos sentir el apetito. ¿O vemos solo aquello que elegimos? Con paso cansino, Rocío atraviesa la gran ciudad. Viste a rayas, parece un recluso atrapado en su propia prisión mental.
Una cámara se mueve en círculos atravesando una rutina física. Un piano, en manos de Alfredo Lozano, hace las delicias; una luna que nunca es la misma atraviesa un reloj y las propias marcas narrativas dictan el tiempo cronológico de este sueño circular: los días se consumen como la cera en la vela mientras Rocío lleva a cabo su ritual de inmersión. Quiere mar, no nadar ya en bañeras. Un barco de papel a la deriva podría graficar un naufragio. El graznido de unas aves a lo lejos nos despierta del letargo. Rocío surca sus propias olas, sola, en su habitación.
Su ánimo oscila, burbujeante, como el líquido a través del cristal. Unas agujas siguen marcando, inclaudicables. Podría tratarse de una cuenta regresiva. Rocío descuelga un número mágico de la pared. Intentamos descifrar el sentido oculto en esos dígitos. El secreto nos será revelado más tarde como recordatorio para no olvidar la cruda historia que se nos está contando. Podría caerse en el lugar común si se dijera que el cineasta es un poeta de la imagen que sabe extraer luminosidad del dolor. Pero no estaríamos exagerando en lo más mínimo.
Un banquete demencial funciona como coda dramática, un impensado compañero de citas de un último acto de sacrificio. Una gran comilona que no es la de Marco Ferreri. Unos ojos que nos interpelan poco antes que la palabra fin anuncie la caída del telón. Pero no, todo es engaño, al fin, el cine un artefacto para tramar una próxima ilusión. Y Bastian-A se reserva, como as bajo la manga, algunas referencias cinéfilas insoslayables. Una sombra expresionista, un silbido que parece el de Peter Lorre en “M, el Vampiro” y una amenaza de tortura punzante en los ojos que sintetiza “La Naranja Mecánica” con “Un Perro Andaluz”. No se puede amar tanto al cine. Estos exactos cuarenta minutos compendian toda magia posible.
No necesitamos diálogo hasta aquí. No fue requerido por el autor para contar esta historia. Tampoco es un instrumento que sea de nuestra exigencia para nosotros, espectadores. “Círculos – La Cita de Ensueños” retorna a toda magia primal del cine mudo, en estado de pureza y mínima intervención. La ausencia de parlamentos nos demuestra que deberíamos comprender toda historia que nos es contada, prestando extrema atención a las pistas que el realizador va sembrando en el camino. Tan solo eso bastaría. Existe en ese romántico regreso a las fuentes y en un uso preciso de la puesta en escena algo atávico profundamente maravilloso. Haciendo de la fascinación un prodigio para la curiosidad de todo amante del séptimo arte, Bastian-A sabe que cuerdas tensar en nuestro interior. Así, concreta su fabulosa sinfonía audiovisual. Lo acompañan sus fieles cómplices de reliquias creativas: Rocío y una cámara.
Categorías:Miradas Secuenciales
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