
En 1999, se estrena la película biopic “The Hurricane”, dirigida por el veterano y laureado Norman Jewison. Su protagonista, el magistral Denzel Washington, entrega una performance de esas que definen un legado actoral. Un tour de forcé poderoso y conmovedor. Con absoluto carisma, magnetismo y dominio de la escena fílmica, se coloca bajo la piel de Rubin Carter, el malogrado aspirante a campeón de los pesos medios de la década del ’60.
La leyenda de Carter posee ese tipo de encanto y aura maldita que el cine adora testimoniar: esta es la historia de un boxeador de raza negra, que se sobrepuso a orígenes humildes y estaba destinado a reinar en el pugilismo profesional. Sin embargo, sus sueños de gloria se esfumarían cuando, en junio de 1966, se viera injustamente acusado de un triple asesinato ocurrido en un bar de Nueva Jersey, concurrido por parroquianos de raza blanca. Cuando ninguna de las pruebas recabadas podía demostrar su culpabilidad, una América segregacionista emplazó un juicio plagado de irregularidades, impunidad que Carter pagó con la condena a tres cadenas perpetuas. Se trató de uno de los veredictos más bochornosos de la historia moderna, evidenciando los corruptos valores morales sobre los que se asentaban las instituciones de una nación viciada en su núcleo constitutivo.
El revuelo generado en los medios de comunicación norteamericanos sentó un antes y un después en la historia de los procesos penales, cuya controversia involucrara a la comunidad artística, en tiempos donde el paradigma social estaba atravesado por los ecos de la Guerra de Vietnam, las revueltas sociales, los movimientos en lucha por los derechos civiles y el asesinato de líderes afroamericanos. En 1976, el siempre comprometido Bob Dylan editó la canción de protesta “Hurricane”, en señal de apoyo al púgil cobardemente privado de su libertad. Mientras el retrato proveído por Denzel Washington dota a Carter de una instintiva y conmovedora humanidad, la oda dylaniana, editada en el álbum “Desire” inmortalizó la figura del púgil y se convirtió en un eslabón imprescindible para la toma de conciencia acerca de los derechos civiles de afroamericanos, en la línea de las símiles «Oxford Town» (1963) y «The Lonesome Death of Hattie Carroll» (1964), visibilizando la opresión y la brutalidad del autoritarismo blanco.
Rubin Carter (1937-2014) creció en la localidad de Paterson, atravesando una adolescencia marginal hasta ser confinado a un centro de rehabilitación para jóvenes delincuentes. Se alistó al ejército, pero fue relevado por insubordinación. Convicto por asaltos menores, la tragedia parecía golpear a su puerta con renuencia, hasta que encontró en el boxeo un luminoso camino de descubrimiento y reinvención. La práctica deportiva destiló la esencia de un deportista nato. El arte pugilístico sabe de extremos, y el dramático curso que tomara la vida de Carter no escapa a las narrativas humanas que cuestionan la verdadera realización personal, la capacidad para sobreponerse a mayúsculos obstáculos y el límite que se está dispuesto a rebasar para defender las propias convicciones. Mostrando elogiable resiliencia, el trayecto de vida de Carter desafió su punto de ruptura.
De complexión física pequeña, compensaba su déficit con un poder de puños devastador. Su estilo agresivo le granjeó el apodo de “Huracán”. Carter ostentaba una llamativa pericia para dejar fuera de combate a sus oponentes durante los primeros asaltos. Destruyendo todo objetivo visible a su paso, alcanzó el tercer lugar en la clasificación de la prestigiosa revista Ring. Corría el año 1963 y el derrotero de la fulgurante estrella parecía no conocer su pico máximo de ascenso.El abrupto trabajo de demolición, por partida doble, sobre el ex campeón Emile Griffith resultó la demostración más grandiosa de su talento. en la primera ronda, lo más destacado de la carrera de Carter. Llegó a competir por título mundial, frente al peligroso Joey Giardello, en 1964, perdiendo por decisión unánime. Sin embargo, durante los combates siguientes, sus facultades físicas parecían mermar. Solo pudo ganar una de sus últimas peleas. Pareciera que el destino de gloria anhelado escapaba de sus manos.
La falsa sensación de seguridad e invencibilidad sobre las que Carter proyectaba una carrera boxística de campeón se harían añicos en aquella fatídica noche de junio de 1966. Su carrera había acabado a los 29 años de edad. Carter, aquel tenaz luchador que atemorizó a los campeones de la categoría mediano durante su era, debía librar su batalla más significativa fuera del ring. Su oponente era el contaminado sistema judicial. El sonido de la campana llegó luego de que el boxeador haya besado la lona, acariciando el oscuro fondo de su amedrentada moral. El circo y la farsa estaban en marcha. Querían silenciar a Rubin a toda costa. Harían arder su reputación en la mismísima hoguera de vanidades.
Tras veinte años de prisión, a Carter le fue concedida la libertad de forma permanente, producto de las continuas revisiones que había sufrido su caso. La falta de pruebas y los errores comprobables cometidos por los encargados de llevar adelante la investigación habían mancillado el honor de un inocente expulsado en vida al más cruel de los infiernos. El asesinato se había perpetrado contra la verdad y la auténtica víctima era el alegado victimario. Tardíos vientos de justicia rescataron de la ignominia del olvido al bueno de Rubin, quien se radicaría en Toronto, dedicando su vida a la labor comunitaria con encomiable energía, defendiendo los derechos de presidiarios injustamente juzgados.
El profundo sentido de conciencia social de Carter, así como la inagotable fuente de esperanza que residía en su corazón, son la prueba fehaciente de que se trata de un auténtico campeón, a pesar de que su carrera profesional no haya podido coronarlo de esa forma. Su pelea más importante lo esperaba al final del camino. Y era mucho más grande, valedera y meritoria. Las llaves del reino le habían sido devueltas.
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