CUENTOS: «Tu universo en un papel». Por María Nieves Gorosito.

Te gustaba la música como a mí, de hecho, en nuestra última conversación me mostrabas orgulloso en tu celular el comentario de un amigo al que habías hecho escuchar mi canción. “Tienen que registrarla”, me dijiste como si tuvieras enfrente a la versión femenina de Charly García; y tan sólo era yo jugando con mis letras y los acordes de un músico.

Voy a intentar la difícil tarea de hacer entrar un universo en un papel, pero “Hubo un tiempo que fue hermoso porque fui libre de verdad”; un hombre que, sin saberlo, me enseñaba a guardar “todos mis sueños en castillos de cristal”.

Mi papá sabía crecer a la altura de un niño, porque para estar a la altura de un niño hay que saber crecer. Él hacía magia y transformaba en juego la realidad.

Desde la punta de la mesa y en su trono de plástico, que la reina madre había ganado en una partida de canastas, él iniciaba el juego. Ninguno de los cuatro (mis tres hermanos y yo) sabíamos cuándo, ni a quién y la tensión crecía cada vez que la aguja del reloj se acercaba a las 13.30, horario en que mi papá saldría cabalgando la moto zanella rumbo al trabajo.

Fingíamos no estar pensando en quién sería el elegido para la batalla, cuerpo a cuerpo, de “la toca”. Se jugaba el honor, así lo tomaba él y así lo tomábamos nosotros. La escena previa era la de un almuerzo corriente y familiar: papá y mamá sentados a la mesa junto a sus hijos.

Los cubiertos del rey se posaban en la mesa indicando que su gran estómago estaba satisfecho. El sonido del tenedor golpeando el plato era el gong casero de mi papá. Para los chinos, aquel instrumento musical legendario poseía poderes sobrenaturales en sus ondas de sonidos para sanar a cualquier persona o eliminar espíritus malos; las vibraciones del plato y el tenedor de mi papá transformaban en juego la realidad.

Los hermanos cruzábamos miradas cómplices de quiénes comparten un deseo, una alegría o picardía; probablemente ya tenía un elegido, pero no dejaba traslucir su elección en el rostro. Tomaba el último sorbo de agua del vaso, se secaba el enorme bigote con la servilleta (el Malevo estaba listo para la guerra) y empujaba la silla hacia atrás al levantarse. Se nos tensaban los músculos, se acercaba el momento. Seguíamos de reojo cada uno de sus movimientos. Él agarraba las llaves del mueble, que se encontraba cerca de la puerta de salida, y las acomodaba lentamente en el bolsillo, mirándonos. Lo mismo hacía con la billetera y caminaba contorneando la mesa, mientras se colocaba la campera celeste de invierno que lo convertía en el Océano (en casa, nadie se salvó de los apodos). Simulaba distracción, pero acechaba su presa. Nuestras rodillas a noventa grados presionaban el suelo, listas por si había que dar el salto.

Una vuelta, dos o tres y el elegido sentía la mano (la que ahora tanto extrañamos) que lo invitaba a jugar. “Toca”, decía papá. La presa, devenido en cazador, empezaba a correrlo alrededor de la mesa. Los demás hermanos nos apretábamos contra la pared, y alguno quedaba pegado junto a la mesa. Mamá, entre risas, velaba por la integridad de los jugadores y de la casa.

Papá mareado de tanto correr en círculos interponía sillas en el camino al perseguidor, eso le daría tiempo para llegar a su corsel motorizado. Mi hermano, cuando lograba deshacerse de los obstáculos, lo perseguía para salvar el honor, pero el Malevo Gorosito de una patada arrancaba la zanellita y huía victorioso hacia el correo.

“Era un buen tipo mi viejo” que atenuaba dolores entre risas de algodones. Si hasta creía, cuando era pequeña, que era el único hombre capaz de ver a Papá Noel. Una especie de Peter Pan en el planeta Tierra, porque en algún punto su alma hacía puente directo con el maravilloso mundo de la niñez. Ahí, mi papá nunca crecía.

En noche buena nos subía al auto para hacer rondas policiales en busca de Papá Noel. Se mostraba tan entusiasmado que era imposible pensar que aquello era una artimaña para que mi mamá, mis abuelas y mi tía llenaran de regalos el árbol de navidad.

Él era el único que siempre veía a Papá Noel en un techo, saliendo de una ventana o cruzando el cielo sanjorgense.

-¡Ahí, ahí! ¿Lo vieron?

-¡Nooo! – los cuatro respondíamos al unísono. – ¿A dónde, papi?

-Ahhh, ya pasó. Ahí estaba – decía con tanta seguridad y naturalidad que era imposible dudar. – Vamos a ver por allá, se fue en esa dirección.

Media hora cazando a Papá Noel que se escabullía a la velocidad de un zorro, pero nos volvíamos embroncados un año más, porque el único que siempre lo veía era él. Todo engaño en algún punto hace agua, y a medida fueron pasando los años mis hermanos, de mayor a menor, comenzaron a ver a Papá Noel durante las búsquedas de noche buena; yo era la menor.

La frustración por el fracaso de no haber dado con ese mágico momento de atrapar infraganti al señor de los regalos desaparecía al bajar del auto y encontrar a los adultos de la familia, en su rol de actores y actrices, preguntándose: ¿habrá pasado Papá Noel?

Mi mamá le preguntaba a su mamá, mi abuela.

– Mami, ¿vos viste si pasó?

– Fui hace diez minutos y todavía no había pasado – le contestaba mi abuela.

– ¡Entremos a ver! – sugería aplicando lógica el más ansioso de mis hermanos, pero era navidad…momento de magia.

Mi tía aparecía del fondo de la casa acalorada porque había terminado de colocar bajo el árbol los últimos regalos.

– Para mí, ya debe haber pasado- invitaba a entrar.

Los niños avanzábamos entre murmullos y ademanes de un elenco teatral bizarro, preparándonos para ese momento indescriptiblemente asombroso: cuando a los pies de un árbol de navidad que hace poco tiempo estaba vacío, en un encender de luces lo encontrábamos poblado de regalos.

En mi tristeza, soy una niña que quiere que le devuelvan a su papá. “Poco a poco fui creciendo y mis fábulas de amor se fueron desvaneciendo como pompas de jabón”. “Era un buen tipo mi viejo. (…) él tenía los ojos buenos” y en mi corazón anido los recuerdos. Inconsciente el viejo de que me daba la herramienta más sabia y sana para la vida: crear y jugar; no convencerme con la pobre realidad.

En honor a lo que me enseñaste me senté a escribir para reencontrarte y guardar, si es que tal cosa se puede, parte de tu universo en un papel.



Categorías:El Muro

3 respuestas

  1. Que hermoso cuento. Si existe parte de realidad como creo (los escritores no podemos escapar a esa instancia), tuviste una hermosa experiencia de vida María Nieves !!! Mis felicitaciones !!!

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  2. Mágico, conmovedor y a todos nos lleva a esos «ratitos intransferibles» y felices «con poco» de nuestra niñez…💕

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