
Resulta llamativo reflexionar acerca de cuanto impacta la magna figura de Phil Jackson en la trayectoria de algunos de los atletas afroamericanos más destacados de la historia del baloncesto. Fue quien esculpió las iniciales de MJ en auténtica realeza baloncelista, cuando la espectacularidad de la fábula sobre el hombre que podía volar trascendió a la dimensión de rey indiscutido en las Finales con derecho propio a múltiples premios MVP. Fue quien inculcó a Shaq que no era una quimera medirse con los centros más dominantes de la historia, sino una obligación moral pulir su talento para extraer de sus dotes físicos la máxima expresión posible. Fue quien liberó a Kobe de la etiqueta de ‘próximo Jordan’, para luego consagrarlo como emperador Laker sin que la sombra del descontento y exiliado O’Neal mancille su legado como alma mater púrpura y dorado.
Sin exagerar en lo absoluto, podría dar la bienvenida en el Salón de la Fama a cualquiera de sus tres hijos deportivos. No existe arrogancia o altivez en la victoria. Ganador de once anillos de campeón de la NBA, en el término de dos décadas, Phil Jackson cree que existe una conexión invisible entre el logro alcanzado y la espiritualidad. Creyendo que hay más en el deporte de lo que la fría estadística traduce, Jackson inculcó a cada uno de sus equipos las enseñanzas ancestrales que aprendió estudiando a la tribu Lakota Sioux. Su legado como entrenador es apenas una parte de la leyenda que su trayectoria abarca, habiendo completado también un total de trece temporadas como jugador profesional, vistiendo la casaca de New York Knicks y de los New Jersey Nets proveniente de la Universidad de North Dakota. Conocido por su férrea disciplina fuera del rectángulo de juego, la carrera deportiva de Jackson como jugador nos ofrece una mirada completamente distinta.
Como si se tratara de una figura poliédrica, la versión del Phil jugador se entrona como el epítome de la rebeldía. Curioso resulta observar, que su carácter jocoso y descontracturado sirvió de elemento unificador para unos New York Knicks que atravesaban su era dorada, funcionando como patrón cohesivo de un grupo humano sobrecargado de machos alfa. Allí estaba Walt Frazier, con su elegante colección de prendas a la moda como la quintaesencia del sabor y buen gusto neoyorkino. Rey de ladrones de balón, experto en jugar en las líneas de pase, artista del dribble y dueño de una velocidad y una fuerza nada terrenales. Allí estaba Earl Monroe. La Perla, también conocido como Black Jesus. Un auténtico mago sobre el parqué, devastadora pesadilla para defensas rivales, emblema del basquet de playground y de esencia pionera, patentó el movimiento ‘spin’ seguido de su indetenible ‘pump fake’. Allí estaba Willis Reed. Si la garra, el tesón y el corazón pudieran definirse con una sola imagen, ver a este imponente pívot salir de la boca del túnel que conduce el vestuario hacia el campo de juego, en aquellas finales disputadas en 1970: superando una lesión que mermaba su capacidad física, aquella demostración de coraje cobró proporciones dramáticas, en mítica y consagratoria actuación.
A la sombra del trío estelar, Jackson contribuyó de forma silente al lucimiento de estos perennes all time greats. Adalides, guerreros, mentores. Espejados en el árbol genealógico tribal que lo cautivó al trascender a su rol como incipiente entrenador, una década después. Comprender la iconografía de su filosofía excede el mero acto fetichista y nos arroja poderosos simbolismos. Sucede que Phil, en su época de gloria como coach, decoraba el vestuario de sus equipos y los salones de práctica con tótems e instrumentos religiosos empleados por estas tribus, transmitiendo a sus dirigidos la mentalidad espiritual y la fortaleza de estas creencias milenarias. Complementando la táctica deportiva con auténticos ritos de oración, Jackson lograba en el núcleo de su grupo una urgencia indestructible en pos del compromiso y la solidaridad.
Un sentido de unidad que partía del corazón y llegaba a compenetrar tal filosofía con la preparación física, a manera de disponer a sus jugadores a la batalla en el rectángulo de juego. Dirigió a grandes estrellas cuyo aura y ego podría resultar por demás complejo de dominar: Michael Jordan, Scottie Pippen y Dennis Rodman, conformaron, durante el segundo ‘three-peat’ de los Chicago Bulls (1996/1998) un triángulo explosivo, en el amplio sentido de la palabra. Desde la omnipotencia ‘bigger tan life’ de MJ a lo imprevisible y volátil de “El Gusano”, pasando por el sacrificio de “Pipp”, eterno y perfecto escudero de “Su Majestad”, aquella mixtura de caracteres arrojaba encomiables desafíos. Finalizada su estadía en Chicago, luego de más de una década en el banquillo, Jackson tomó el ambicioso desafío de dirigir la franquicia más laureada de la historia de la NBA. Su segunda etapa como coach superaría los sueños ficticios de cualquier factoría hollywoodense.
Recobrar el prestigio perdido desde los días del Showtime resultaba una tarea nada sencilla para un equipo en plena reconstrucción, aún este valide el peso de sus esperanzas en dos pilares de lustre: las emergentes figuras Shaquille O’Neal y Kobe Bryant podían representar el golpe uno-dos más mortífero de la liga entera, pero sus opuestas personalidades amenazaban con dinamitar el equilibrio dentro del vestuario. Y Jackson fue el encargado de lidiar con alfa y omega, bajo el mismo techo, durante un total de seis temporadas. Mientras Kobe encarnaba la autoexigencia y el sentido extremo de disciplina, Shaq era su antítesis: un bufón nato, más preocupado por el rédito de su imagen publicitaria que por cuidar su forma y perfeccionar su juego. No obstante, ambos imparables con el balón en sus manos, conformaron una dupla de temer, permitiendo que su coach obtenga el tercer ‘three-peat’ (tres títulos consecutivos) en menos de una década y media, durante el lapso 2000/2002.
Metáforas aparte si medimos la circunferencia de un reluciente anillo de campeón, una de las principales claves consistía en el tenor cíclico de su filosofía. Más intangible que material, como precepto en viaje de vida y descubrimiento personal. Jackson desafiaba a sus pupilos a abrazar este concepto primario como un mantra. Para cumplir los objetivos de campeón planteados por sus equipos, era tan importante la estrategia diseñada por su colaborador Tex Winter como lo era este santuario sagrado que excedía los límites del baloncesto. Este aspecto es lo que hace particularmente interesante la carrera del apodado “Maestro Zen”, a ojos del impacto que ha logrado sobre algunos de los mitos afroamericanos más preponderantes del deporte en sus últimas tres décadas. Quizás, efecto dominó de aquellas enseñanzas heredadas durante su carrera como jugador, en años ’70. Si Jackson gestara un rol de reparto subestimado en los exitosos New York Knicks de antaño, cuando el popular equipo ganara sus dos únicos campeonatos profesionales, puede aquel rastro de grandeza haber transmutado en semejante cosmovisión espiritual.
En un equipo comandado por estrellas consumadas, Jackson era un personaje exuberante y colorido. Si las luces del siempre imponente Madison Square Garden se posaban sobre los resplandecientes Reed, Frazier o Monroe, Jackson encontraba la forma de no pasar desapercibido: vestía como un hippie y parecía más un rockstar que un atleta profesional. Hijo de padres predicadores de la ciudad de Dakota, la segunda etapa de su vida deportiva lo revelaría como un exitoso entrenador que poesía un talismán entre manos: la verdad absoluta tras su filosofía indígena inspiró a monumentos generacionales, como Jordan, Kobe o Shaq, a despojarse de sus miedos e inseguridades en pos del éxito en equipo. Explorando los caminos de la psicología humanista, Jackson realizó un acercamiento hacia el liderazgo deportivo francamente pionero, haciendo las veces de bastión emocional de tres de los líderes deportivos más complejos y magnéticos que el deporte haya visto.
Tanto puede testimoniar Jordan de la providencia de que sendos senderos profesionales se cruzaran, como instrumento canalizador que convierta al número 23 en un abonado a las Finales de liga, luego de repetidos fracasos en Playoffs, soportando equipos mediocres. Mismo punto de inflexión puede notarse en las parábolas que trazan las carreras de Shaq y Kobe, enfrascados en una guerra narcisista por opacarse uno a otro, antes de aprender a complementarse. ¿Qué hubiera sido de sus carreras sin la *bendición* zen? La autobiografía personal de Jackson, titulada “Once Anillos”, puede iluminarnos al respecto de posibles pistas indicativas. Editada en 2013, revela la naturaleza pedagógica y la fortaleza interior del coach más ganador de la historia, su valor de piedra fundacional como forjador de leyendas y su indiscutible función como testigo privilegiado de un puñado de deportistas en búsqueda de la propia inmortalidad.
Categorías:Desayuno de Campeones
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