DESAYUNO DE CAMPEONES: Mike Tyson – El Talón de Aquiles. Por MAXIMILIANO CURCIO

El 22 de noviembre de 1986 se produjo el bautismo de fuego de uno de los campeones más feroces, voraces y volátiles que la profusa historia de los pesados pesados hayan atestiguado jamás. A punto de convertirse en el boxeador más joven en coronarse campeón dentro de la “máxima”, Mike Tyson subió al ring ostentando un impoluto récord de 27 victorias consecutivas (25 de ellas por KO), entre las cuales se contaba una por demolición ante Marvis Frazier, hijo del ex monarca Joe. Apenas dos rounds bastaron para que el furibundo Iron Mike desmantelara la defensa de Berbick, boxeador de extracción jamaiquina que diera el golpe de gracia a un avejentado Muhammad Alí, cinco años antes. El enfant terrible criado en los márgenes más empobrecidos del Bronx, entre palomas que cuidaba como fiel guardián y esquivando balas que silbaban cerca, había escalado la cima.

No estaba ya Cus D’Amato entre nosotros para celebrarlo (había fallecido meses antes del combate), pero el legendario entrenador de grandes campeones (Floyd Patterson, otro precoz consagrado), que había moldeado el talento bruto de su pupilo hasta convertirlo en una máquina perfecta de aniquilar oponentes, podía ver convertirse en realidad su temprano presagio: un nuevo campeón daba inicio a la era moderna a la que amanecía la categoría más prestigiosa. Durante los siguientes años, el nativo de Brooklyn encadenaría una serie de victorias aplastantes, frente a rivales de fuste como Michael Spinks (en vertiginosos noventa segundos), Larry Holmes (antiguo campeón reinante, hasta la llegada de Mike) y Frank Bruno (concretando uno de los nocauts más espeluznantes de la década), prolongando su esplendor durante un lustro y convirtiéndose en una fuerza destructora que tomó por asalto a la credulidad de los entendidos en la materia.

Validando la máxima de D’ Amato (“convertí la chispa en una llama y esta se volvió un fuego incontrolable”), en Tyson se conjugaba el poderío ancestral de antiguas glorias del deporte (George Foreman, Joe Louis, Sonny Liston), en quienes sin duda este se había inspirado, soñando algún día con emular tales conquistas. En su escaso metro ochenta de estatura (para los estándares pesados), Tyson amalgamaba una estructura muscular gladiadora, una capacidad de conexión de golpes destructiva, un repertorio ofensivo tan devastador y variado, una velocidad de piernas impensada para su kilaje y una defensa nada desestimable. Receta probada para moldear a un boxeador indestructible a priori. Intimidante hasta convertirse en ícono popular, Tyson dominó la categoría por el siguiente lustro, siendo derrotado en aquel fiasco de Tokyo 1990, antes por los demonios internos que lo acosaron que por su rival de dudoso fuste dentro del cuadrilátero: el irregular y fugaz Buster Douglas.

La inestabilidad emocional siempre fue una alarma detonante en Tyson, desnudando viejas heridas de una infancia penosa, alimentando el ego adictivo de una estrella en ascendente apogeo, que no supo lidiar con el lado oscuro de su fama y recrudeciendo la naturaleza maníaco depresiva que lo empujó hacia el callejón sin salida más oscuro que su existencia haya atravesado. Durante el lustro siguiente a su esplendor, el otrora rey pesado sería noticia más por sus escándalos maritales (con la actriz Robin Givens) y judiciales (la acusación de violación de Desireé Washington, por la que fuera condenado a prisión, en 1992) que por su carrera boxística sumida en un peligroso hiato, al punto cúlmine de su magnificencia física. Lejos de la gloria alcanzada, su vida podía lucir un auténtico y patético reallity show.

Tras convertirse al islamismo y regresar a la actividad profesional, el prólogo a un breve segundo reinado (derrotando a Bruce Seldon, en 1995) sería dilapidado por la humillación -por partida doble- que sufriera a manos de su verdugo Evander Holyfield. Aquel David versus Goliat, mítico hasta nuestros días, fue recreado entre las cuerdas de un ring y convertido en fenómeno mediático de grotescas e impensadas proporciones a su abrupto desenlace, merced al infame mordisco propiciado por Iron Mike. El destino volvía a rubricar con sangre la palabra vergüenza, deletreada junto a su apellido en los periódicos sensacionalistas: Tyson miraba hacia el centro de su propio abismo, anticipando una suspensión deportiva que sumiría sus sueños de campeón veterano en el olvido de sus días.



Categorías:Desayuno de Campeones

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