
Cuando en febrero de 2002, Bernard Hopkins enfrentó a Carl Daniels con la corona de los pesos medianos en juego, se dirimía en aquel combate un récord que había permanecido imbatible durante un cuarto de siglo. Hopkins, campeón reinante, buscaba eclipsar la consecución de defensas exitosas para la categoría, ostentada por el argentino Carlos Monzón, quien hilvanara un total de catorce victorias sin reveses, en la defensa de su título, desde su consagración frente a Nino Benvenutti (1970, en Italia) a su retiro frente a Rodrigo Valdés (1977, a su retiro).
Sin miramientos, El Verdugo (solía subir al ring encapuchado, encarnando a aquellas infaustos personajes de la historia encargados de llevar a cabo la ejecución de una persona condenada a la pena de muerte) castigó a un débil Daniels durante nueve rounds, venciéndolo por KO técnico al campanazo de salida del décimo. Habiendo pulverizado el récord del santafesino Monzón, al nuevo rey del peso mediano (una de las categorías más ilustres en la historia del boxeo) le aguardan unas próximas seis defensivas exitosas, para totalizar veinte de ellas sin interrupción, colocando un listón difícil de igualar en el futuro cercano. Antes de caer derrotado, en 2005 y por dos ocasiones, frente a Jermain Taylor, Hopkins se había labrado para sí la condición de invencible, despachando con absoluta primacía a monarcas de la talla de Tito Trinidad, Oscar de la Hoya, Howard Eastman, Glen Johnson o Robert Allen.
Sin embargo, dimensionar el peso de su legado excede a la porción cronológica que abarca su legado dentro de las 160 libras (el cual había comenzado en 1995), extendiéndose a una década de ejercicio de clase y dominio en la categoría semipesado (desde 2006 a 2015, y habiendo conquistado el cinturón en múltiples ocasiones), también retrotrayéndose a unos comienzos profesionales en extremo dificultosos, los cuales convierten a la carrera boxística de Hopkins en un auténtico cuento de hadas. Una vida de película gangsteril con final feliz redimido, que atravesó el lado más oscuro de una juventud delictiva y sorteó las apuestas en su contra acumuladas tras su primera derrota, acontecida nada menos que en su pelea debut profesional. A fin de cuentas, Hopkins siempre estuvo dispuesto a probarnos que estábamos equivocados en subestimarlo.
Nativo de Philadelphia, la llamada ciudad del amor fraternal, cuna boxística sin parangón y multicultural urbe que viera nacer a púgiles como Joe Frazier o Battling Levinsky; también a leyendas improbables llevadas al celuloide, como “Rocky”, de Sylvester Stallone. La infancia de Hopkins no se dejó sucumbir ante la marginalidad, la pobreza y la criminalidad. Condenado por robo a mano armada, pasó cinco años en prisión admirando a gigantes del ring de la talla de Marvin Hagler, un espejo frente al cual se midió sin siquiera pensar en que los anales del boxeo le reservarían un lugar junto a éste, perteneciendo al Olimpo de los más grandes. Insertándose a la vida en sociedad al cumplir su sentencia, sus primeros pasos en el pugilismo fueron opacados por la gran sombra de duda que se posó sobre sus condiciones técnicas, conducta deportiva y talento genuino.
Superando un sinfín de traspiés y postergaciones, llegó a optar por el título mediano en 1993, frente a la ascendente estrella y futuro némesis Roy Jones Jr., quien le venció en fallo unánime por puntos. La suerte continuaría esquiva para Bernard durante los dos siguientes años, hasta consagrarse doblegando al ecuatoriano Segundo Mercado, en Londres, en 1995. Primer eslabón de una carrera de leyenda, que se extendería por las siguientes dos décadas, corporizando en Hopkins la anatomía de un boxeador de corte clásico (pensemos en una analogía posible con Archie Moore) inserto en la nueva era, dueño de unas aptitudes físicas encomiables que le permitirían conservar su mejor forma hasta pelear profesionalmente sobrepasando la barrera de los cincuenta años de edad. Y lo hizo midiéndose con jóvenes a quienes doblaba generacionalmente.
Dueño de un alma guerrera imperecedera, incluso desafiando las hojas del almanaque que, sistemáticamente, caen rotundas, el autodenominado “The Executioner” hizo del entrenamiento un culto, de la resiliencia un arma letal y de su agudeza mental una aliada imprescindible. Acaso deteniendo las agujas del reloj del siempre imbatible Father Time, realizó un auténtico acto alquímico amalgamando su riqueza táctica con un antídoto perfecto para contrarrestar el poder en los puños de sus oponentes: sus artimañas sobre el ring (al borde de lo permitido por el reglamento) se constituyeron en una marca registrada parteaguas entre sus acérrimos seguidores y furibundos detractores. Jamás exento de polémicas, su legado mensura el tesón inclaudicable que rubrica su eternidad escrita en oro derretido. Pocas veces un apellido boxístico sintetizó tan fielmente el auténtico significado de leyenda.
Categorías:Desayuno de Campeones
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