
Todo el mundo acudió a la ejecución, desde los nenes más chiquitos hasta los hombres más viejos. Toda la sobrepoblada ciudad estaba amontonada al rededor de la plaza.
Los traidores ya estaban encadenados a sus respectivas estacas, ya sabían que nadie los iba a salvar, sabían que iban a morir de una forma horrible, dolorosa y humillante.
Era su fin. Y aún así, por alguna razón, ninguno lloraba.
Era raro, los traidores siempre lloraban. Hacían un escándalo bárbaro, gritaban su inocencia o maullaban sus disculpas, a veces simplemente pegaban gritos desgarradores sin pies ni cabeza mientras lágrimas caían de sus brillantes ojos rojos e inflamados.
Pero estos dos no.
Ellos se miraban el uno al otro, el chico tenía ojos de disculpa pero la chica lo miraba sonriendo; sonreía con calma, como si no tuviera la más mínima preocupación en la cabeza, yo sabía que eso era falso, tenía que serlo, ella estaba a punto de morir a balazos, no podía estar libre de preocupaciones. Pero igual me asombraba cómo todo su lenguaje corporal decía Calmate, que no pasa nada. A veces, él desviaba los ojos, como avergonzado o sintiendo lástima de que ella no entendiera que era el fin, seguramente por su culpa los habrían agarrado y por eso estaba tan mal en comparación con ella. De cualquier forma, sus ojos siempre volvían a conectarse, como si fueran los polos opuestos de un imán y por mucho que alguien tirara para separarlos, siempre terminaban uniéndose de nuevo.
Y entonces pasó.
La ejecución estaba a meros minutos de tomar lugar cuando ella giró la cabeza y me miró directamente a los ojos. Por primera vez, los ojos de la traidora no lo miraban a él. Me miraban a mí.
Creo que fue ahí cuando noté que ella; que me había parecido tan grande cuando mantenía la espalda recta y la cabeza estoicamente alta mientras la encadenaban (una conducta tan distinta a la de cualquier otro traidor que yo hubiera visto, no nueva para otras personas que habían ido a otras ejecuciones, pero sí para mí); no podía ser mucho mayor que yo y yo tenía catorce años.
Noté que aún bajo los moretones y rasguños, ella era hermosa, probablemente alguien había tenido cuidado de no deformarla. Su piel era insanamente blanca, y estaba flaca como un esqueleto, pero tenía los rasgos delicados de una princesa con labios de pétalos de rosa y todo, como en los poemas. Pero lo más abasallante eran los ojos, la sombra exacta del chocolate y rodeados de pestañas, a pesar de que ella estaba a punto de morir, eran los ojos más vivos que yo hubiera visto; grandes, marrones y expresivos; y sí, estaban cansados, tristes y doloridos pero tan llenos de vida que no pude apartar los míos, era increíble que los ojos de una condenada me transmitieran más vida, mucha más vida, que los de mi propia madre, que era una mujer libre y respetada. Se me ocurrió, que por ahí había alguna confusión, y los ojos de la gente libre y los de los traidores se habían intercambiado de alguna manera.
Cuando dejé de divagar, noté que la traidora me miraba con más aprehensión, la vi mover los labios muy rápido y me di cuenta de que intentaba comunicarse conmigo. Naturalmente, yo no la escuchaba, pero haber pasado tres meses casi sorda por estar cerca de un bombardeo me había obligado a aprender a leer los labios.
«El cofre, el cofre en la caja por favor. Buscá el libro en el cofre. Buscá. El. Cofre.»
El corazón me latía eufórico en el pecho. No podía estar imaginándolo, tenía práctica leyendo los labios, sabía lo que me había dicho. Una traidora me había pedido algo. Una traidora me había echo un encargo. ¡A mí!
Un soldado empezó a gritar como si pensara que alguien le entendía una palabra en medio de todo ese bochinche. Ella dejó de mirarme. Al principio no entendí por qué dejaba de mirarme, casi un segundo después comprendí por qué, su última mirada, el último batir de sus pestañas y la última lágrima que correría por sus mejillas no podían ser para mí. Eran para él.
La voz del soldado perforó el aire una última vez y yo rompí a llorar temblando. No sé por qué lo hice, juro que no lo sé, ninguno de los dos significaba nada para mí, eran traidores, habían desafiado al gobierno, habían atentado contra nosotros, ¿No? Traté de acordarme qué era lo que habían echo, cómo nos habían traicionado, pero por más que lo intenté no pude.
Me di cuenta de que no sabía qué habían hecho, no sabía cuál era su crímen, no sabía por qué les iban a arrancar la vida a punta de plomo. Y probablemente habría muchos ahí, sino todos, que como yo, no sabían por qué estaban ahí. Pero igual, todos gritaban deseándoles la muerte.
«¡Animales!» Baló una mujer.
«¡Cerdos asquerosos!» Ladró una familia a coro.
«¡Cuervos traidores!» Graznó un señor muy viejo a mis espaldas.
Me encontré preguntándome por qué había querido venir yo en primer lugar, por qué le había insistido tanto a mamá para que me trajera.
El primer fusil explotó, mi mamá gritó eufórica y yo me tapé los oídos con los ojos fuertemente cerrados sintiéndome enferma.
No quería ver, ¡Dioses míos! No quería ver, no quería ver a la vida apagarse, no quería ver a los ojos de la traidora cuando perdiera el brillo, no quería ver su rostro atravesado por las balas. No, no, no y mil veces no.
No era la primera vez que asistía a una ejecución, pero era la primera en la que comprendía que los traidores estaban vivos, eran humanos, eran iguales a mí.
Me sentía horrible y despreciable y no quería abrir los ojos. Si los cerraba lo suficientemente fuerte, tal vez no sentiría que era parte de esta locura.
Empecé a respirar mucho humo, lo que no era normal. Nunca era tanto. Tanteé un poco mi mano y noté que mi mamá no estaba a mi lado, abrí los ojos y comprobé que no había nadie donde hace unos momentos estaba mi mamá, las sirenas me taladraban los oídos y estaba medio desorientada a pesar de que no me había movido.
Avisté la caja, la caja con los objetos personales de de los traidores, esos que pasada la ejecución la gente iba a tirar, romper, disparar, escupir, robar y quién sabe qué más. El camino al escenario donde estaban cautivos los traidores se había despejado de repente, no sabía qué estaba pasando, si ya habían fusilado a los traidores ¿dónde estaba la gente peleándose para destruir los contenidos de las cajas? ¿Por qué estaba el camino despejado? Yo no recordaba este humo que se densificaba con el paso de los segundos, no recordaba el aullido de las sirenas pero ahí estaban y de pronto me fue muy claro qué era lo que tenía que hacer. Era mí oportunidad, ¡ahora o nunca! me dije y corrí.
Corrí, corrí y ni sé cuántos segundos pasaron entre que empecé a correr y entre que me encontré revolviendo la caja de la traidora. Una blusa, un libro prohibido con las palabras tachadas, un collar, un oso de peluche… El humo se densificó por un momento y dejé de ver los objetos que pasaban por mis manos, empecé a tener que reconocerlos por tacto.
Los gritos se iban dispersando, oí ventiladores intentando limpiar el aire. Me estaba quedando sin tiempo, tenía que apurarme, en mí frenesí por poco me tiré dentro para buscar, también pensé en huir y olvidarme del pedido de la traidora, pero la imagen de sus ojos, tan fresca en mi memoria me enrraigó los pies y no pude huir.
«¡Rápido que se nos vienen encima!»
Justo en el momento en que una voz estridente y femenina a mis espaldas chilló esas instrucciones, mi mano palpó madera y salí corriendo.
Mientras corría en dirección a mi mamá y me escondía el cofrecito en el abrigo, pensé que había algo raro en esa voz, algo muy raro, porque, que yo supiera no les estaba permitido a las mujeres ser policías.
La sangre me rugía en los oidos, el corazón me latía como si fuera a estallar, escuché un último «¡Rápido!» y llegué a mi mamá, que me agarró de la mano y de nuevo me encontré corriendo, pero esta vez al auto, yo seguía sin entender muy bien por qué no se unía al cardumen de pirañas que pronto iba a saquear las pertenencias de los traidores.
El cofre seguía pegado a mis costillas y bajo mi abrigo pero me preocupaba que a pesar de que mi mamá estaba enfocada en el tránsito de alguna forma lo iba a ver. Yo seguía sin entender qué estaba pasando, pero de cualquier forma, yo había dejado de entender nada después de ver a la traidora a los ojos, lo único que entendía de momento era que mi mamá estaba crispada.
Llegamos a mi casa y nuevamente me encontré corriendo, pero esta vez hacia el territorio seguro y familiar de mi habitación. Cerré la puerta a mis espaldas y prendí la radio.
Yo nunca la prendía, pero para mí mamá escuchar la radio era alguna clase de ritual sagrado que no debía ser perturbado bajo ninguna circunstancia, por eso no se podía ni respirar cerca de ella cuando escuchaba los informes diarios en la radio.
Saqué el cofre plano de mi abrigo y lo apoyé en el piso, por un tiempo indefinido me quedé viéndolo.
Era el típico cofre para guardar documentos que le vendía él gobierno a los que no podían comprar unos de mejor calidad, la madera era tan fina que se hundía y se resquebrajaba de nada, le habían arrancado el candado y ahora bastaba levantar la tapa para abrirlo.
Como me esperaba, parecía vacío, pero unos golpecitos en la base me demostraron que no lo estaba. Lo miré un rato más y concluí que lo más fácil sería romperlo para extraer el contenido que la traidora había estado tan interesada en que viera.
Le di un par de golpes más a la base, esta vez más fuertes y la madera enseguida cedió, por poco me clavé un par de astillas mientras retiraba el contenido. Un cuaderno rojo con diseños de corazones rosas y violetas cubriendo la tapa y la contratapa.
El cuaderno me quemaba las culpables manos y el corazón volvía a acelerárseme en el pecho, ya no con tanta violencia como antes pero con violencia igualmente.
En un momento de debilidad lo revoleé hacia mi cama.
Me volví hacia el cofre roto, yo tenía uno igual en mi mesa de noche, lo miré por un segundo y luego volví a mirar el cofre roto, luego de meditar y compararlo con el mío un rato más, me cansé de aplazar el momento de abrir el cuaderno, ahora me carcomía la curiosidad. Estaba ansiosa.
Escondí el cofre roto en mi ropero, y mientras lo acomodaba en una caja de zapatos, avisté el estante donde ponía mis libros de la escuela. Un libro en particular me llamó la atención, El Manual De Conducta Aprobada Para Jovencitas, era un libro blanco y muy gordo, lleno de ilustraciones y supuestamente yo lo estudiaba en la escuela todos los días por lo menos una hora. La verdad hacía años que había dejado de hacerlo y me dedicaba a hablar con mis compañeras en la hora de conducta. El caso es que viéndolo me di cuenta de que podía esconder el cuaderno perfectamente con ese libro y si mamá entraba en la habitación yo estaría haciendo algo muy correcto y no sospecharía que entre mis manos tenía las palabras de una traidora.
Me desplomé sobre mi cama con el libro de Conducta en la mano, lo abrí y dentro de él abrí el cuaderno.
La radio hacía mucho ruido pero las palabras me sonaban huecas, estuve tentada a apagarla pero me recordé que no podía.
Mis ojos todavía no habían tocado la página y las manos me temblaron cuando la duda me invadió de nuevo ¿Qué habría ahí? ¿Instrucciones? ¿Ideas prohibidas? ¿Sería yo una traidora? ¿Terminaría mi camino de la misma manera que el de la dueña de este cuaderno? Sentía las manos mojadas cuando cerré el dichoso cuaderno pero una fuerza que desconozco me obligó a abrirlo una vez más, me tragué mis dudas y mis miedos y leí.
Me recibió una letra prolija y redondeada con las siguientes palabras:
Querido lector,
No sé tu nombre, tu edad, tu género o si tus ideas son las mismas que las mías o si en el caso de que difieran podrían ser maleables ante el calor de mis pensamientos.
Pero, a pesar de todo, ahora, contra todo pronóstico, estas leyendo mi diario.
Te estarás preguntando, por qué te voy a dedicar mis más íntimos pensamientos o cómo sé que una persona que me es ajena se va a tomar el trabajo de leer esto.
La segunda respuesta es muy simple: no sé.
La primera, no tanto, pero es la razón por la que voy a escribir este diario: Acabo de unirme a la resistencia y sé que en algún momento me van a agarrar. Y cuando eso pase, me van a registrar y me van a confiscar mis bienes más preciados; y sé que tarde o temprano (espero) alguien va a leer lo que pensé, viví y sentí mientras estuve viva.
¿Por qué quiero que alguien lea lo que pensé, viví y sentí mientras estuve viva?
Porque la mayor arma del gob. es el odio, y no se puede odiar a una persona si se la conoce de verdad y porque la segunda mayor arma es la deshumanización del enemigo, si a uno no se lo considera humano, no se empatiza con uno. Creo firmemente que si logro la empatía de una persona, ya es una batalla ganada, porque es la prueba de que al odio y a la deshumanización se los combate con empatía y entendimiento.
Yo defendí, defiendo y defenderé hasta que me muera que las palabras escritas y bienintencionadas son la mejor arma contra el mal en general.
Una vez que el lector me conozca tam bien como yo me conozco, creo que voy a poder neutralizar cualquier odio o rencor que el lector se disponga a sentir en mi contra por pensar distinto o simplemente por pensar.
Sin más que decir, me disculpo por cualquier error ortográfico y apelo a su entendimiento de que ahora vivo una vida bastante agitada.
Le deseo una buena lectura.
M.G.
Creo que supe definitivamente que no había vuelta vuelta atrás cuando pasé la página, fue como un conocimiento certero que de repente tomó forma en mi cabeza y se asentó en mí como si fuera una ley inherente de mi existencia. Supe que no había habido vuelta atrás desde antes de tomar el cofre, no había habido vuelta atrás desde que la traidora me había mirado a los ojos.
Me había obligado a abrir mis propios ojos, me había echo ver en no más de un minuto el mundo como lo veía ella, me había obligado a ver la humanidad en el enemigo y ahora estaba atada a leer sus pensamientos.
Ya no podía cerrar los ojos, podía hacer como que los cerraba, podía fingir ceguera y sordera, pero ya no estaba ni ciega ni sorda.
Ya era una traidora.
Categorías:El Muro
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