
—«Tengo miedo…¡Mucho miedo! —pensaba Michael, recordando el silbido de las balas que rozaban su cabeza cada día, esquivando la muerte. La suerte le había sonreído hasta ese momento; pero ¿Cuánto tiempo duraría…?
Cuando recordaba a los compañeros caídos en combate, asía con fuerza el fusil y deseaba alcanzar al enemigo para exterminarlo ¡Eliminarlo! Matarlo, si pudiera, con sus propias manos; pero, a la vez, no podía evitar pensar que, hasta ellos, probablemente tendrían una familia y, si sobreviviera, le estarían esperando para poder abrazarle terminada la guerra.
******
Aparentemente, todo estaba tranquilo sobre el campo de batalla. Tanta calma me producía escalofríos y tenía la impresión de que, en cualquier momento, escucharía disparos; aunque no los hubo. Sólo silencio… ¡Mucho silencio!
Hoy es Nochebuena y me invade la melancolía ¡Ohhh, Dios Mío! ¡Cómo echo de menos a mi familia! En aquella ficticia atmósfera relajada y después de tantos días de continuo combate, mi mente regresa al pasado inmediato.
El día que marché, apenas pude despedirme. Mi madre fue casi incapaz de decirme «adiós» al darme un fugaz beso. Mi padre había sido requerido al Frente, un par de meses antes; no sabíamos nada de él. Y mi única hermana me abrazó suplicándome que volviera, ya que nunca nos habíamos separado antes. La dominaba un fuerte carácter que yo sabía torear: mi sentido del humor siempre le hacía reír. La quería con toda mi alma.
—Michael: ¡Escucha… escucha! —me dijo Robert, mi compañero de guardia, disipando mis pensamientos— ¿Oyes lo mismo que yo? ¡Están cantando villancicos! —dio una risotada—¡No me lo puedo creer, están locos! Los alemanes están cantando «Noche de Paz» y lo repiten, una y otra vez ¡Por Dios, por Dios! —repetía con una risa nerviosa e histérica—
—Cálmate y déjame escuchar —rogué.
Levantamos la cabeza por encima de la trinchera para observar al otro lado, no muy lejos. De nuestras barricadas empezaron a salir sorprendidos soldados escuchando lo mismo que nosotros y querían comprobar qué estaba pasando. Observamos atónitos que, en su alambrada, habían puesto ramas de árboles entre los cortantes pinchos, incluyendo bolas de navidad, estrellas y varios adornos caseros. Había luna llena, nuestro testigo de lo que estaba ocurriendo.
Escuchando aquellos soldados, le llegó una orden a mi mente y arranqué a cantar el mismo villancico con mi voz potente. Al mismo ritmo que los alemanes; pero en mi idioma.
Andy me miró como si me hubiera vuelto loco; pero no sólo lo hizo él: decenas de cabezas se giraron en mi dirección. Mi voz de contratenor, sonó como un altavoz en medio de la nada sumándose a la del enemigo. Un poco más allá, otra voz notable de algún soldado de mi bando me acompañó y, así, una tercera, una cuarta y más que se fueron sucediendo hasta formar un cántico siempre al mismo compás. Sonaba como una Coral, unida con el sólo propósito de respirar y sentir Paz por esa noche sin importar banderas. Cientos de voces terminaron por agregarse como si la luna fuese la directora del improvisado orfeón, siguiendo sus órdenes a la perfección.
Después de repetir varias veces el villancico, con un tremendo éxito y generando una sensación de alegría indescriptible, nos hemos sentido como si nos aclamara delante un maravilloso público que, paradójicamente, es nuestro enemigo.
Ha habido un imponente y largo silencio, como si no creyéramos lo sucedido después del emocionante duelo sin premio del popular villancico.
Entonces, hemos visto un soldado alemán acercándose muy despacio con las manos en alto. Andy le ha apuntado con intención de dispararle; pero, de pronto, sin esperarlo, se ha detenido en medio del campo de batalla…
En «tierra de nadie» y con el reflejo de la luna marcando los brazos en alto de su silueta, se ha arrodillado para soltar de su garganta un potente chorro de voz, cantando el popular villancico alemán Tannenbaum —abeto—. Aquella prodigiosa voz de ese
enemigo desconocido, cantando y mirando la luna, me ha invitado a salir de la trinchera, confiando en mi instinto.
Como un imán me he arrodillado junto a él, acompañando el estribillo. Poco a poco, han ido saliendo los demás soldados de ambas trincheras. Al poco, hemos intercambiando canciones típicas navideñas, inglesas y alemanas, surgidas espontáneamente. «Noche de Paz» se ha repetido, una y otra vez, siendo nuestro emblemático villancico y haciéndonos olvidar la guerra por completo.
Pasada la medianoche, hemos recogido pequeñas ramas e, incluso, aquellas arrancadas de alguna parte de nuestras propias trincheras, formando pequeñas hogueras para entrar en calor. Nos hemos ofrecido cigarrillos y compartido alguna comida enviada por nuestros familiares. En esto, han llegado algunos de nuestros mandos, obligándolos a regresar a nuestras trincheras; pero ningún soldado ha hecho caso de las órdenes, a pesar de las amenazas.
El soldado alemán que se arrodilló primero frente a la luna, rompiendo el hielo entre los dos bandos, tiene un contagioso sentido del humor y ha sido divertido charlar con él. De hecho, no recuerdo haberme reído tanto desde hacía tiempo. Ha sido muy ocurrente entendiéndonos muy bien, en su «media lengua» inglesa y esforzándose en entendernos.
******
Hoy ya es Navidad e, incluso, hemos organizado varios partidos de fútbol entre los dos bandos, haciéndonos, de nuevo, olvidar nuestras diferencias que no son otras que ser de países distintos.
Pero el día llegaba a su fin y tocaba despedirse para continuar con una absurda guerra. La despedida ha resultado ser más dura de lo esperado.
Cuando volvimos a nuestras trincheras, prácticamente todos los soldados alemanes e ingleses, escribimos cartas a nuestras familias contándoles la maravillosa anécdota en la cual fuimos capaces de abandonar las armas, al menos, por un día, un día tan especial como el de Navidad.
******
Amaneció, Veintiséis de diciembre. Nosotros preparados nuevamente para el combate. Tenemos órdenes superiores estrictas de conseguir expulsar, batallando, de sus trincheras a los alemanes. Aquellos con los cuales, anteanoche, habíamos estado cantando, bebiendo y riendo.
Cuando hemos salido arrastrándonos y ametrallando a bocajarro, mi estómago se retorcía de pena. Aun así, he continuado disparando hasta que reconocí la figura del
soldado que salió primero de su trinchera para cantar. Mi cerebro, por un segundo, se paralizo; aunque mi dedo, puesto en el gatillo, no. Un grito desgarrador ha salido de mi garganta junto con las balas, al saber de inmediato que, de una forma tan cruel, he matado aquel hombre con quien estuve cantando villancicos y riendo junto a mi tan solo unas horas antes.
(Relato basado en hechos reales ocurridos durante la Navidad de 1914, en la Primera Guerra Mundial)
Categorías:Pura Ficción
Deja una respuesta