
El murmullo que inundaba la habitación en penumbras de la hermana Lucía la sacó del ensueño. ¿Cómo no había escuchado las campanadas? Otra vez se había quedado dormida. De un salto se tiró de la cama y el frío del piso la terminó de despertar. Se vistió tan rápido como pudo, se acomodó bien la toca, y salió al pasillo a unirse a la fila de hermanas que iban hacia la capilla.
Ya en el templo, se sentó en un banco al lado de un antiguo vitral por el que entraba un tímido y suave rayo de luz de un otoño tardío. La rigidez de los bancos de madera no impidió que la Hna. Lucía asociara las olas del rezo matinal con las olas de ese mar que ya estaba extrañando. Se le ocurrió imaginar que cambiaba el olor del incienso por el aire salado de la playa y las piedras gastadas de los muros, por las de la escollera donde su padre atracaba el bote luego de una jornada de pesca. Y, en un acto fallido, manipuló su toca como si fuera la capelina de paja que ella solía usar, cuando lo ayudaba a tirar de las redes.
La hora espiritual había terminado sin que la Hna. Lucía lo notara, su oración había sido diferente. Mansamente se unió a la hilera de monjas, hormigas en la inmensidad marchando a las tareas cotidianas. Un cielo ámbar detrás de los rosales prologaba una jornada tibia que ella no disfrutaría en su lugar de trabajo. Le hizo un guiño al sol como si se lo hiciera al mismo Dios y se entregó a la penumbra de la bodega a continuar la elaboración del vino de misa. Bajó las escaleras de ladrillo poniendo el pie en cada una de las huellas que el tiempo había tatuado, con el respeto litúrgico a aquellas que la habían precedido día tras día, año tras año, en la solemne tarea de aportar su arte al sagrado sacrificio. El trapiche, al costado de unos barriles nuevos, la estaba esperando como un novio frente al altar. Un novio dispuesto a extraer la esencia más exquisita de la fruta elegida, el novio amoroso de la uva. Lucía estaba feliz de presidir ese misterioso matrimonio de alcohol y dulzura, tal como lo había imaginado una vez para ella.
El ruido acompasado del viejo tornillo le trajo a los oídos las voces de las mujeres del mercado de su pueblo, y el sumo que caía en la gaveta, le recordaba el aroma de las frutas recién cosechadas, que cada parroquiano ofrecía lleno de orgullo.
Lucía recogió el mosto y lo llevó a la vejiga de fermentación. Un escalofrío la recorrió entera: el ambiente cargado de arrepentimiento y pecado la dejó sin aliento cuando descubrió que dos sombras se escurrían desde atrás de los barriles de mistela. No quiso averiguar quiénes eran; prefirió respetar el anonimato de esas pobres que habían profanado la sacralidad de la bodega.
Lucía se quitó el delantal, se acomodó la toca una vez más —esta vez, la última—, y se dirigió a la secretaría del convento dispuesta a abandonar su hábito y recuperar el sol de su pueblo.
Categorías:El Susurro de las Gárgolas
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