
El cuerpo de Omar rebotó en la vereda hasta dar contra las raíces de un plátano, las luces de la calle le daban vueltas en la cabeza, le dolían todos los huesos.
—Si te veo de nuevo por acá, no te voy a volver a pegar —le gritaron desde la oscuridad de un zaguán—, directamente te meto un tiro en la cabeza. ¿Escuchaste, estúpido?
Como pudo, el muchacho se sentó y acomodó la espalda en el tronco del árbol. Con una mano se sostenía para no caerse y con la otra se acomodó la mandíbula. Un trac, trac, trac metálico, como de cascabel oxidado, le llegó de alguna parte. Con su ojo sano, miró a su alrededor y vio a un viejo sentado en un colchón y envuelto en harapos que lo llamaba sacudiendo una lata abolla-da.
—¿Qué querés, viejo? —balbuceó Omar—. Si querés plata, no tengo. La perdí toda recién.
—No te pedí nada —contestó el hombre—. Te estoy ofreciendo algo frío para ponerte en el ojo que se te está cerrando.
—No, gracias —dijo Omar, y escupió un poco de saliva con sangre—. Si me pongo esa lata sucia en la cara, se me pudre.
—No creas todo lo que ves, muchacho. —El viejo se le acercó—. A lo mejor, yo te puedo dar algo que te sirva. Me llamo Mario —dijo y le extendió la mano.
Omar dudó un momento, pero respondió el gesto.
—Me llamo Omar. —Apenas rozó la piel del viejo, una corriente lo sacudió entero. Mario largó una risita burlona y se rascó la cabeza: seguramente se había dado cuenta de la impresión del muchacho.
—¿Trabajás mañana, Omar?
—No, no tengo trabajo y acabo de jugarme la indemnización. Soy un tarado…
—No te aflijas —le dijo palmeándole la rodilla—, por más larga que parezca la noche, en algún momento sale el sol.
—Y yo lo voy a ver con un solo ojo. —Rieron.
Mario metió la mano en un bolsillo, sacó una moneda dorada, se la mostró y la dio vuelta entre los dedos.
—Esta moneda, así como la ves, trae suerte. ¿Creés en la suerte?
Después de la paliza que le habían dado, Omar lejos estaba de poder reflexionar sobre la suerte. Al contrario, quería que el viejo se callara de una vez para poder aclarar su mente y resolver cómo volvería a su casa sin un centavo.
—¿Y? ¿Creés o no? —insistió el hombre.
—Yo, no, ¿y vos?
—Yo, sí —dijo Mario mirando la moneda.
—¡Ay! No me hagas reír que me duele la mandíbula. —Hizo una mueca de dolor—. ¿Y a vos te trajo suerte?
Mario lo miró y le habló lentamente.
—Hay disfraces que revelan lo que hay adentro —dijo—, otros que solo sirven para esconder miserias.
Quedaron un momento en silencio.
—¡Ja, ja, ja! —Explotó Mario—. Si te vieras la cara, pibe…
Omar no quiso seguir hablando y atinó a ponerse de pie, pero el viejo lo retuvo. Durante un momento, se miraron fijo a los ojos. El muchacho sintió que había algo en el hombre que le resultaba familiar.
—La suerte y la tragedia son las dos caras de la misma moneda, pibe —susurró el viejo—. A veces cara, a veces seca—. Mario hablaba tan cerca que Omar pudo sentir el olor a basura que le salía del cuerpo.
—¿Quién sos, viejo? —le dijo por fin.
—Soy la persona con la que tenías que cruzarte hoy, pibe. Tomá —agregó Mario, poniéndole la moneda en la mano—, es tuya. Cuando se te va-ya la hinchazón del ojo, vas a volver a la casa de juego durante tres noches. La primera, vas a apostar esta moneda. Luego, utilizarás lo que vayas ganando hasta recuperar lo que perdiste. Después, le vas a dar la moneda a otra perso-na. Pero cuidado: ni un peso más, ni un peso menos. Porque en el momento que superes ese monto, aunque sea por un centavo, serás un trapo sacudido por el viento.
—No…, no entiendo. —Omar no sabía cómo tomar las palabras del hombre. Quizá, tanto tiempo de estar en la calle, el viejo se había vuelto loco.
—No quieras entenderlo todo, Omar, a veces basta con aceptar la reali-dad.
Dos semanas más tarde, el ojo de Omar se había deshinchado y casi no quedaban huellas de aquella paliza, aunque la verdadera herida era haber perdido tanto dinero. La idea de volver a jugar lo tentó. “¿Y si el viejo decía la verdad?, pensó, ¿y si es cierto?, ¿qué puedo perder?” Decidido, se preparó para una larga sesión de juego, pero antes de salir se aseguró bien de tener la moneda en el bolsillo.
Esa noche y la siguiente, hizo tal como le había indicado Mario: ganaba un poco y se retiraba. En la tercera, se cruzó con una mujer joven y bonita que lo acompañó en toda la partida. Ya tenía lo que había ido a buscar, pero ella se mostraba tan excitada de estar al lado de Omar, que él no quiso perder la ocasión de tener un desahogo amoroso después de todo lo que había pasado. “Una partida más, pensó. La llevo a cenar y después a un hotel: la frutilla del postre”. Enseguida recordó la advertencia de Mario, pero no le dio importancia. Y tiró los dados. En ese mismo instante, un hombre —el mismo que lo había golpeado aquella vez— lo vio, se le acercó, lo agarró del cuello y lo arrastró hasta la entrada. Ya en la vereda, lo golpeó sin piedad y le rasgó la ropa hasta convertirla en jirones. No conforme con eso, como si el muchacho no pesara nada, lo levantó y lo arrojó adentro de un contenedor de basura. El pobre Omar fue a dar con la cabeza a una lata vacía y contra un colchón viejo. Un manto invisible de olor a podrido lo envolvió entero. De lejos le llegaban algunas voces:
—Pobre tipo —decían—, parecía un trapo sacudido por el viento.
El cuerpo de Ramón rebotó en la vereda hasta dar contra las raíces de un plátano, cayó justo a los pies de Omar, que estaba sentado en un colchón, envuelto en harapos, pidiendo limosnas en la puerta del zaguán.
—Pibe… —le dijo Omar sacudiendo la latita.
Categorías:El Susurro de las Gárgolas
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