
(Versión libre de “El almohadón de plumas”)
—No tengas miedo. —La voz de Jordán sonó como un disparo en la cabeza de Alicia—. Relajate y sonreí. Tratá de que se note que somos recién casados.
—Jordán… —dijo Alicia, tímidamente—. Estoy muy nerviosa. No es fácil ser la segunda esposa de un hombre como vos.
—Esforzate, querida. No querrás que los empleados murmuren.
El coche se había detenido frente a la casona de Jordán. Él, con un gesto varonil, ayudó a su esposa a descender del auto, mientras que, de lejos, alguien observaba el contraste de la fragilidad angelical de Alicia con el porte rudo de Jordán.
—Esperá un momento —dijo Alicia yendo hacia la parte posterior del auto—, voy a sacar mi bolso… ¡Ay! —El taco del zapato se le había atascado entre las lajas—. Mi tobillo.
Jordán abrió grande los ojos y la levantó como si ella no pesara nada.
—¿Mi vida, estás bien? —le dijo mirándola a los ojos—. Dejá que el equipaje lo carguen los sirvientes.
Como en un cuento de hadas, Jordán entró con Alicia cargada en sus brazos. Se veía que él la amaba mucho, pero, sin duda, ella hubiera deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor.
—Sean bienvenidos —dijo Sofía, la ama de llaves, con un gesto de desaprobación—. ¿La señora se siente mal?
—No, no es nada —dijo Alicia ruborizándose, a la vez que Jordán la dejaba en el piso.
—Alicia, te presento a Sofía —dijo Jordán—. Nuestra ama de llaves. Está con nosotros desde hace muchos años, ¿no es así, Sofi?
La mujer asintió con una sonrisa rígida.
—Acompáñeme, señora Alicia —dijo la empleada—, le mostraré la casa.
La casona parecía un palacio encantado en pleno otoño. Frisos, columnas y estatuas de mármol confabulaban en silencio para repetir el eco de los pasos de las mujeres que cruzaban como intrusas el patio de mármol. Alicia se estremeció.
—¿Tiene frío, señora? —dijo la empleada.
—No, no es eso, Sofía. Siento como que la casa me rechazara.
—Debe ser que hay pocas risas acá. La casona se acostumbró a la hostilidad.
—¿Hace mucho que trabaja acá, Sofía?
—Nací acá, señora. Mi madre fue la primera ama de llaves que tuvo la familia. —La mujer dejó fija la mirada en la nada—. El señor Jordán y yo nos criamos juntos.
En ese frío hogar, Alicia vio llegar el invierno. Sin embargo, la casa, a pesar de su hostilidad, no había podido robarle sus antiguos sueños de niña mimada.
—Señora Alicia —dijo Sofía una mañana—, acá le traigo una manta gruesa y este almohadón.
—¡Qué bonito es! ¿Un almohadón de espuma?
—No, señora. Es de pluma y lino. Lo bordó la difunta madre del señor Jordán. Verá qué cómoda va a descansar.
Alicia pasaba la mayor parte del día en su habitación, recostada en su cama hasta que llegara su marido. Trataba de no pensar en nada, leía o escribía en su diario íntimo. Había logrado inventar un mundo hermoso al que se aferraba con uñas y dientes, y el que no abandonaba ni siquiera para compartir un almuerzo o una cena. La única que subía a su alcoba era Sofía cuando le llevaba algo para comer.
Los primeros fríos llegaron y abusaron de la extremada delgadez de Ali-cia.
—Señora —le dijo Sofía, una mañana que retiraba el servicio de desayuno—, ¿le gustaría almorzar un poco de lentejas?
—No me gustan las lentejas, Sofi. Gracias.
—Permítame, señora, no quiero ofenderla: la veo muy débil. Debería comer algo más sustancioso.
—Cuando llegue la primavera, estaré mejor. No te preocupes.
—Señora —dijo Sofía, tímidamente—, estaba pensando que en el jardín de invierno está templado. ¿Le gustaría salir y tomar un poco de aire fresco?
—Sí, posiblemente cuando venga Jordán.
Alicia no la miraba —no miraba nada, mejor dicho—, sus ojos celestes habían perdido brillo. El ama de llaves sacó un peine de la mesa de luz, tomó un mechón de pelo de la señora y, suavemente, lo peinó. Alicia cerró los ojos, como disfrutando de eso que parecía una caricia.
—Señora, estoy preocupada por usted. ¿No le parece que debería consultar con el doctor Cohen, el médico de la familia?
Alicia no contestó.
En un momento, Sofía quedó helada cuando vio que un mechón entero se desprendía del cuero cabelludo de Alicia. Sin decir una palabra, lo guardó en el bolsillo y terminó el peinado disimulando el hecho.
Alicia no lograba reponerse. Sin éxito, el médico de la familia hizo interconsultas con otros especialistas: ninguno pudo encontrar la razón del decaimiento y el bajo peso de la joven mujer. Entre tanto, Sofía seguía asistiéndola: le llevaba la comida y la peinaba para que se viera bonita. Luego, ocultaba los mechones de pelo que se le caían a su señora y se iba sigilosa.
Una tarde, Alicia se dejó convencer y salió al jardín con Jordán. Tuvo que apoyarse fuertemente en el brazo de su esposo para poder dar cada paso.
—No puedo, Jordán —dijo ella con voz entrecortada—, me falta el aire, mis piernas no me sostienen.
Él no contestó, la miró con ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza. Sin duda, había notado la falta de cabello. Alicia rompió en sollozos y no fue necesario decir nada más. Ese fue el último día que Alicia se animó a levantarse.
Los días fueron pasando y Alicia iba empeorando. Por sugerencia del médico, Jordán se había mudado a la habitación de huéspedes “por si fuera contagioso”, le había dicho. Solo Sofía y la enfermera estaban autorizadas a atender a la señora de la casa.
—No sé qué decirte, muchacho —dijo el doctor Cohen a Jordán—. Lo de tu esposa no encuadra en ninguna enfermedad conocida. Quizá, deberíamos llevarla a otro país para que la estudien, pero sería muy peligroso dada su gran debilidad.
—No quiero arriesgarme, doctor, yo…
—¡Jordán! ¡Jordán! —los gritos desgarradores de Alicia llegaban desde la habitación.
El hombre abrió la puerta de un golpe y quedó helado al ver a su esposa con los ojos desorbitados y las manos cubiertas con los últimos cabellos que le quedaban. De dos zancadas, Jordán llegó a la cama y se sentó en el borde. Alicia lo abrazó y lloró largo rato hasta quedarse dormida.
Día tras día, hora tras hora, la vida de Alicia se iba apagando. Resigna-da, la señora de la casa solo quería dormir; no permitía que la toquen, ni siquiera para acomodarle el almohadón. Silencio y oscuridad. Su extraña enfermedad, que la hacía sensible a la luz y a los ruidos, había convertido la alcoba en un anticipado servicio fúnebre. Cada dos horas, con la excusa de mojarle los labios con agua fresca, Sofía se acercaba y le murmuraba algo al oído. Quizás, alguna historia bonita que Alicia agradecía con una mueca a modo de sonrisa.
Esa mañana, la última, Alicia intentó sonreír antes de entrar en un sueño profundo. Un ronquido seco se le escapó de la garganta y murió.
—Jordán —dijo Sofía, tratando de contener las lágrimas—, tu segunda esposa acaba de morir.
—Era de esperarse, Sofía —dijo Jordán con voz entrecortada—. Encargate vos de prepararla, que yo me ocupo del servicio fúnebre.
El velatorio fue breve, el cuerpo de Alicia despedía un olor nauseabundo que hacía imposible estar cerca.
Después del entierro, Jordán llegó a la casa que todavía guardaba el fantasma de la enfermedad. Iba a su despacho cuando escuchó un susurro grave que venía de la habitación de Sofía. Dominado por la curiosidad, se asomó y vio a la mujer vestida con un extraño atuendo negro, hablando en un idioma que no conocía. Había en el piso dibujada una estrella de cinco puntas y, en el medio, un altar con velas rojas donde estaba colocado el almohadón de Alicia del que salía como una maraña todo el pelo que la joven había perdido. Sofía lo peinaba mientras murmuraba:
—Ahora, la señora de la casa vuelvo a ser yo.
Categorías:El Susurro de las Gárgolas
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