Cuentos: SAGRADO SILENCIO. Por Mónica Cena

Estábamos sentadas en medio del salón vacío cuando Teresa habló. Sí, habló. Tuvo el desparpajo de romper ese sagrado silencio que consuela en la tragedia de la muerte, o ese que envuelve los más dramáticos secretos. Teresa ametrallaba palabras como si de eso dependiera su vida, mientras esperábamos que trajeran el cuerpo de su esposo, mi padre, y comenzar el funeral.

—¿Me estás escuchando, Laia? —me dijo—. Te veo distraída.

—Acaba de morir mi papá, Teresa. ¿Qué es lo que te llama la atención?

—Bueno… —Miró a cualquier parte mientras sacaba de su bolso un abanico negro—. Era un hombre muy mayor, estaba enfermo. Esto era inevitable. —Y revoleando los ojos al techo agregó—:  Pero la vida sigue, querida.

El llanto contenido en la garganta no me permitió contestarle como quería. Yo conocía la razón por la que se había casado con papá. Para una joven, sin familia, casi en situación de calle, mi papá, un viudo maduro en una casa que le había quedado grande, era un buen partido. A Teresa nunca le importó formar una familia, sino tener dónde dormir.

—¿Estás noviando con alguien, Laia? —me dijo—. Ya estás bastante grande, podrías formar pareja y …

—Teresa, no me hables de esas cosas, por favor —la interrumpí—. No ahora.

—Es que hace mucho que no charlamos vos y yo. La enfermedad de Adolfo me tuvo muy ocupada.

—Es lo que hacen las esposas, ¿no?

Teresa asintió levantando una ceja y, abanicándose con más intensidad, desparramó su perfume dulzón.

“¿Qué le vio papá a esta?”, pensé. Nunca me gustó esa relación, pero verlo a él sonreír por primera vez desde la muerte de mi madre fue suficiente para dar mi bendición a ese matrimonio.

Me levanté y fui al baño, necesitaba mojarme un poco la cara, me ardían los ojos. Teresa me siguió y, sin disimulo, sacó un estuche y se arregló el maquillaje.

—Laia no me mires con esa cara —me dijo desde el reflejo del espejo—. Me tapo las ojeras, nada más. ¿Querés un poco de corrector? Te ves demacrada.

“¿Nunca va a cerrar esa boca esta mujer?”, pensé. Salí sin contestarle y fui a la cocina a ver si ya había un poco de café o jugo. Nada. Me tuve que conformar con un poco de agua.

—Ay, yo venía a lo mismo —dijo Teresa parada en la puerta—. ¿Me das un poquito?

—Servite vos —dije. Y señalando con el mentón agregué—: Allá están los vasos.

La dejé en la cocina y salí al balcón. El aire fresco me relajaba, me hacía acordar a las veces que caminábamos por la playa con papá. Curiosamente, sonreí. ¿Cuánto había pasado? ¿Un siglo?

—Qué linda noche… —La voz de corneta de Teresa sonó detrás de mí, taladrándome el cerebro otra vez. Yo solo quería despegarme de ella, que me deje en paz.

—¿Nunca te vas a callar, Teresa?

—Yo sé que estás enojada, Laia, pero tenés que entender: tu papá estaba muy enfermo, ya no había vuelta atrás.

—No sigas, Teresa, por favor.

—Es que tenemos que hablarlo. Si no, no vamos a poder convivir.

—No es el momento…

—Laia, tenés que entender: fue lo mejor, no sufrió nada.

—¡Te pedí que te calles!

—Fijate que él no iba a querer quedar así. Dejarlo que duerma fue lo mejor.

—¿Qué estás diciendo, Teresa? ¿Qué le hiciste a mi papá?

—Imaginate: iba a necesitar una enfermera que lo atendiera, yo todavía soy joven pero no estoy para esos esfuerzos. En cambio, de esta manera se quedó dormido, en paz.

El pecho me explotaba, las sienes me latían, el mundo se había detenido en mis manos crispadas. Cuando logré respirar, la vi a Teresa, dos pisos más abajo, pálida, inmóvil, clavándome una mirada vacía. Por fin había dejado de hablar.



Categorías:El Susurro de las Gárgolas

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