
La tierra caía sobre las flores frescas golpeando pesadamente el ataúd; como testigos, los tres hijos de la difunta. Tenían poca diferencia de edad y eran parecidos físicamente, pero nada más. Axel, Benicio, Caleb eran herma-nos, sí, pero no tenían muchas cosas en común.
Axel, el menor, se acercó a sus dos hermanos y los abrazó.
—¿Qué vamos a hacer con la herencia de mamá? —les susurró.
—¿Qué? —dijo Benicio—. ¿Qué herencia?
—Sos un cerdo, Axel —Caleb, el mayor, mordía cada palabra—. Todavía el cuerpo de mamá no se acomodó en el féretro y vos estás hablando de la herencia. Vergüenza debería darte.
—¿Por qué? Mamá murió. Nosotros tenemos que seguir con nuestras vidas.
—Cierto —dijo Benicio—, es pronto, pero deberíamos hablar con el abogado de mamá.
Caleb quedó en silencio, su tristeza era más intensa que su enojo.
Tres días más tarde, el doctor Luque los recibía en su despacho para leer el testamento.
—Eso es todo —dijo el abogado, cerrando la carpeta—. La señora Edelmira no tenía más que estos pocos ahorros y la casa.
—Bien —dijo Axel sacando una lapicera del bolsillo del saco—, ¿dónde hay que firmar?
—No se apure, señor Álvarez. —El doctor Luque hablaba pausadamente—. Hay una cláusula que deben conocer: para que se puedan repartir los bienes, lo tres deberán estar de acuerdo o la única manera de usufructuar la herencia será viviendo juntos.
—¡De ninguna manera! —rezongó Axel—. Sería una locura, no quiero.
—Axel, pensalo bien —Benicio hablaba suave, como queriendo calmar a su hermano—. Podemos vivir los tres un tiempo, después vendemos la casa y repartimos todo.
—Pero, doctor —intervino Caleb, ignorando a sus hermanos—, ¿y si no queremos vender la casa? Yo, al menos, no quiero. Está en buenas condiciones, llena de recuerdos…
—Si ustedes lo prefieren —interrumpió el abogado—, hay otra manera que tal vez les convenga: el dinero equivale a dos veces el valor de la casa, pueden dividirlo entre dos hermanos y el otro se quedaría con la vivienda.
Los hermanos Álvarez quedaron en silencio, mirando al vacío. Axel se levantó, sacó un cigarrillo y lo volvió a guardar en el paquete.
—Necesito la plata —dijo por fin.
—Yo no tengo problema —acotó Benicio—. La plata me vendría bien, y si me quedo con la casa, la vendería. ¿Y vos, Caleb, qué decís?
—Lo que sea —respondió—. Terminemos con esto de una vez.
Por primera vez en mucho tiempo, los hermanos estuvieron de acuerdo en algo.
Tras el cobro de la herencia, los hermanos reanudaron sus vidas con un poco más de soltura. Axel, el más joven, fue el primero en destinarlo: pagó sus deudas, hizo uno o dos viajes al exterior y se rodeó de mujeres. Enseguida se convirtió en el centro de atracción de la vida nocturna, en compañía de su grupo de amigos que crecía más y más.
—¡Hora Axel! —solía gritar el muchacho parado arriba de la barra del centro nocturno—. Toman todos, pago yo.
Una mañana, lo llamó el jefe de Personal de la fábrica donde él trabajaba.
—No puede ser —dijo Axel mirando la nota de despido—. ¿Por qué?
—¿Y todavía me lo pregunta, señor Álvarez? Últimamente, ha llegado tarde todos los días y se lo ha encontrado durmiendo en horas de trabajo. Nuestra economía no anda muy bien, así que, al momento de elegir el empleado para despedir, usted se ganó todos los votos.
—Está bien. Deme el cheque de la indemnización y me voy.
—¡Usted sí que es cómico, señor Álvarez! —rio el jefe de Personal—. Quiere indemnización… ¡Agradezca que no le cobro todas las pérdidas que nos causó su irresponsabilidad!
Axel salió arrastrando los pies. Cuando llegó a su departamento, en la puerta estaba esperándolo la dueña del edificio.
—No puedo renovarte el contrato —le dijo la mujer—. Lo siento, necesito que lo dejes.
—Si es por los dos meses que le debo, mañana se lo pago.
—No —insistió ella—, queda en compensación por el depósito. Tenés que dejar el departamento. Mi hija está por casarse y lo va a ocupar ella.
Sin decir más, salió urgente para el banco a revisar sus cuentas. El cuerpo se le heló cuando vio que lo que le quedaba no le alcanzaba para dar el anticipo de un alquiler. Recorrió viejos amigos y antiguas amantes, seguro, quizá, de que podrían ayudarlo. Sin embargo, el eco de las negativas lo convirtió en un zombi.
—¡Axel, hermano! —dijo Benicio al verlo en la puerta de su casa—. ¿Qué estás haciendo por acá?
Mientras tomaban unos mates, Axel le contó por todo lo que estaba pasando y le pidió que lo ayudara.
—Mirá —dijo Benicio rascándose la cabeza—, plata no tengo, y acá… Yo no vivo solo, Axel. —Respiró hondo como para darse ánimo—. ¿Sabés? Las cosas con Miriam no andan muy bien, ¿viste? Y como la casa es de ella, invertí toda la herencia en renovar los electrodomésticos.
—Es por un tiempito, nada más, Beni. Te prometo que todo lo que gaste te lo voy a devolver.
Benicio y Axel consiguieron convencer a Miriam, pero ella les puso una condición: si causaban algún problema, se irían los dos. Ellos aceptaron.
Los primeros días, Axel cumplió con su palabra. Sin embargo, una no-che, convenció a su hermano para salir a “pasarla bien”.
—Mirá, Axel —le previno Benicio—, que yo no bebo. Me costó mucho dejar el alcohol y recuperar mi matrimonio.
—Tranquilo, Benicio, solo vamos al bingo.
Esa noche, y las siguientes, fueron al bingo y a toda casa de juego que encontraron. Primero fue una diversión, luego, para recuperar lo perdido; has-ta que una mañana Miriam los esperó con los bolsos de los muchachos en la puerta. No hubo excusas, súplicas o promesas que ablandaran la decisión de la mujer: los dos había quedado en la calle.
—¿Y ahora qué hacemos? —dijo Axel a Benicio.
—¿Y si vamos a lo de Caleb?
—Estás loco, prefiero vivir debajo de un puente.
—Yo creo, Axel, que el problema que hay entre ustedes deberían arreglarlo de una vez. Vos sabés que Caleb te quiere…
Por un buen rato, los hermanos caminaron sin rumbo y en silencio.
—¿Y nos recibirá a los dos? —dijo Axel. Benicio se encogió de hombros y quedó mirando al suelo—. Probemos, el no ya lo tenemos.
Al rato estaban los tres sentados en el living de la casa de Caleb, la casa de la infancia. Mientras hablaban, los viejos recuerdos tomaron cuerpo y los abrazó con calor de familia.
—Bueno… —dijo Caleb, después de escuchar las desventuras de los muchachos—, ustedes me conocen y saben que acá tienen un lugar. Pero nada es gratis. Deberán colaborar con las tareas domésticas, trabajarán como obreros en mi fábrica y, con el sueldo, pagarán los gastos que ocasionen. Les prometo que ganarán lo suficiente como para que después se independicen.
Tiempo después, vino una crisis económica muy fuerte. Pero ellos, codo a codo, pudieron superarla y salvar la fábrica. Porque Axel, Benicio, Caleb eran hermanos, ahora, con muchas cosas en común.
Categorías:El Susurro de las Gárgolas
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