Frente al espejo me di cuenta que la máscara se había adueñado de mi rostro. Los hilos no colgaban detrás de mis orejas. Ya no era dueña de mi verdad. Comencé a forcejear con una sombra densa que se interpuso y no me la dejaba quitar, caprichosa por que no viera más allá. ¿De qué?

Fui a la cocina por un cuchillo y comencé a cortar. Detrás de las orejas primero, así evito tener que escuchar. Y comencé a tirar. Un poco doloroso era sentir el desgarro de la piel pegada en aquel antifaz. La sangre caía a chorros, pero no podía dejar de tironear.

Era una promesa que debía cumplir conmigo: nunca dejarme puesto el disfraz.

Y lo olvidé.

Salí a pasear un rato y pasaron no sé cuántos años y quedó pegado a mi cuerpo. Incrustado. Normalizado. Sistematizado.

Luché conmigo varias horas, entre el dolor y una cantidad ilimitada de terror que no dejaba de complacerme devolviendo imágenes horrorosas ante aquel espejo.

Justo ahí, con esa fotografía grandiosa y espeluznante, obtuve la mejor versión de mí. Y me di cuenta que tenía la historia. Tomé la libreta de mis bosquejos y una lapicera y comencé a escribir. Confieso que por momentos era difícil, mi cuerpo comenzaba a convulsionar. El dolor que produce el aire cuando ingresa entre la piel y la carne al despellejar, era indescriptible.

Por fin escribía la historia que catapultaba mi imagen. En tu memoria, quizás. Siempre te advertí que era un monstruo, pero insistías en que no era verdad.

Logré quitarme el disfraz completo. Desde la cabeza hasta los pies. Pero me quedé sin fuerzas y lamento saber que no podré ver tu cara cuando ingreses por esa puerta y veas lo que soy en realidad.

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