
No sabía si en ella había bondad o maldad, si era fuerte o débil, ya ni siquiera sabía si estaba viva o no. Respiraba, eso era un hecho, pero algo en ella se había muerto; pero a la vez no. Es decir, uno no quiere morir, le tememos a la muerte y, aun aquellos que dicen no temerle, hacen todo lo posible para vivir. Pero, también, están aquellos cuyos dolores se hicieron tan intensos, que buscan que los brazos de la muerte se los arranquen. Ella se sentía muerta, pero sentía dolor, y el dolor le recordaba que estaba viva: una parte viva y la otra agonizando, tal vez.
Existencia mediocre, partida a la mitad; así se sentía. No era la primera vez que se sentía así; pero antes tenía esperanzas, lo que otros llaman fe o sueños. Que son como hilos de oro, hechos de amor, que tejen tus dos mitades para que puedas andar, para que, aunque remendada, puedas caminar.
Pero a ella, los sueños no se le habían perdido, se los habían arrebatado. Le jugaron sucio, la pisotearon, de a poquito le destejieron, con una máscara de amor y engaño, los hilos del corazón.
Con el rímel corrido por sus lágrimas, tendida en su cama, y las manos en la boca conteniendo su llanto; mientras que sus ojos apretaban el dolor de cada lágrima. Afuera se acercaba la noche, entraba por su ventana la oscuridad de la misma manera que lo había hecho en su alma, lentamente.
Lentamente se le tiñó de negro el querer, lentamente se le instaló el enojo, lentamente, en su yo dividido, preponderó su lado mortífero. ¿Si, él no había tenido piedad con ella, por qué ella la tendría con él?
No hay peor sensación, peor dolor que quién te ha devuelto la esperanza después de tantos naufragios y tormentas, sea luego, quién te lo arrebate todo con frialdad y con las manos de la traición.
¿Con quién estuvo?, ¿Quién era? Y por supuesto la pregunta que nos hacemos todo frente al infortunio inminente, que descarga en nuestras espaldas, con ira, las peores de nuestras pesadillas: ¿Por qué me pasa esto a mí?

Se sentó en la cama y miró fijo su mesita de luz, secó sus lágrimas y tomó el arma, que se encontraba dentro de ella. Escuchó que la puerta del departamento se abría, escuchó unos pasos dirigirse primero a la cocina; es él que abre la heladera. Sintió el ruido del vaso que tocó la botella, cuando se sirvió agua; ahora, los pasos se dirigían hacia la habitación, dónde ella estaba. Se incorporó de la cama y apuntó con el arma a la entrada; él caminó distraído, mirando hacia un punto fijo, ignorando que el cazador lo tenía en la mira, hasta que de pronto la vio. Se detuvo con cara de espanto, sus ojos abiertos y una mano extendida como queriendo detener el recorrido de la bala.
-Deja eso- le gritó- ¿Qué te pasa?,¿me vas a matar?
– Sos lo peor que me pasó en la vida, mi dolor más grande -le dijo ella apuntándole con el arma, su rostro expresando enojo y decepción; y aunque ya no había lágrimas, quedaron, por el rímel, estampadas las huellas de su dolor.
-No dejaré que me vuelvan a lastimar, me cansé de confiar y decepcionarme. -continuó hablando, de un modo verborrágico, como queriendo limpiarse entera por dentro-. Me cansé de intentar, de apostar el alma en lugares donde no hay nadie, de mendigar amor; cansada de nuestra cama fría, de tu mirada vacía. Cansada de tu egoísmo, tu engaño; harta de actuar en escenarios que no tengo, que son imaginarios, de inventarme historias ridículas y falsas para espectadores que ni siquiera me importan; así que te bajo el telón…
Y le disparó cerca de los pies haciéndole dar un pequeño brinco, ridículo baile al ritmo de la venganza.
Ojalá ella se animara, pero ella, a diferencia de esa actriz de novela, no usa rímel, prácticamente ya ni se maquilla. Llora encerrada en el baño, porque sus hijos están en la casa. Así que, cuando el dolor apura sus lágrimas, corre desesperada al baño abre la ducha y llora mordiéndose los labios, para que nadie la escuche. Su realidad le impide el drama, el suyo es un guion saturado por la realidad. Cuando está él en la casa y el enojo y la tristeza la inundan, corre al garaje se sube al auto y sale a recorrer la noche; gritando toda la podredumbre que lleva adentro, saca todos los insultos, su llanto más desesperado dando golpes con vehemencia al volante. Eso sí, con el vidrio cerrado y por calles oscuras, en el mundo real el drama se tapa, no como en las películas.
Quince años de casados, tres hijos, y un extraño, el esposo. Su trabajo, la comida, la ropa lista para todos, la limpieza, las compras, los turnos al médico. Y él la engaña, sabes que le dice su mamá, sabes que le dice su amiga, sabes que le dice su suegra, por todos los labios circulan estas palabras, que llevan impresa la lógica de un relativismo machista.
Cuando un matrimonio no funciona el problema es de un cincuenta y un cincuenta, ambos tienen la culpa. Él se equivocó, pero vos, ¿qué pasa con vos?
Dentro de ese auto, no dejaba de pensar en aquella sentencia que la había retenido, cada vez que quiso marcharse. Y cayó en la cuenta de lo relativo de aquella frase; puesto que, si ella hubiese descargado sus frustraciones matrimoniales en aventuras extramatrimoniales, no sólo ya no se hablarían de problemas matrimoniales en las demás voces, que siempre la incitaban a buscar su error; sino que todos esos problemas se resumirían, probablemente, a aquel adjetivo, que utilizan para aquellas mujeres que venden su cuerpo en la calle.
Esa noche rompió su contrato de silencio y sumisión al discurso machista que parasita la estructura social; un discurso siniestro fusionado a la estructura cultural, que educa y forma tanto a hombres como a mujeres. Muchas mujeres manejan un discurso machista con el que luego crían a sus hijos e hijas, constituyéndose los primeros en victimarios y las segundas en víctimas. Se le heló la sangre porque se dio cuenta que, no sólo su felicidad se encontraba en juego, sino también la de sus hijos.
A cuatro cuadras de su casa detuvo su auto, a orillas del camino; calmada, pero agotada por el ejercicio de expurgación de sus penas. Pero más cansada se sentía aún, por su eterna aceptación del engaño como algo dolorosamente familiar: “son hombres, mi niña”; frase que la repetía su abuela, luego su madre y si ella no hacía algo, faltaba muy poquito, para que esa frase de resignación salga de sus labios y resuene en los oídos de su hija, repitiendo el hechizo. Exhausta de brillar por fuera y llover por dentro, harta de su matrimonio que había adoptado la fórmula de compañía social, de mutua amargura. En ese momento tomó la decisión, con la misma valentía que la actriz de su novela, pero en lugar de sus tacones, minifalda y el rímel, ella llevaba puesto unos jeans, un par de zapatillas y la cara lavada con un rodete mal arreglado; le dio nuevamente marcha al auto y entró al garaje.

Todo estaba apagado, los niños dormían en su habitación y él parecía estar en el baño. Caminó hasta el dormitorio matrimonial, armó un bolso con algunas de sus prendas y se sentó a la orilla de la cama a esperarlo. Pensó un montón de modos y formas en que se lo diría, pero cuando él entró en la habitación y la vio, no hizo falta le dijera nada; la imagen hablaba por sí sola.
– ¿Qué le diremos a los niños? – le dijo él con frialdad, mientras se desvestía para meterse a la cama.
-Le diremos la verdad necesaria, – le contestó ella- lo demás lo arreglaremos entre nosotros.
-Eres tú la que se va, esa es la verdad. Nos dejás -dijo con recelo en la voz, pero en tono bajito para no despertar a los chicos-.
-No, esa no es la verdad- dijo ella con la calma por su desahogo anterior-, yo te dejo a vos, por ellos voy a volver mañana y acomodaremos todo. Te dejo, tengo el valor que vos nunca tuviste, el respeto que vos nunca tuviste. Ya no te amo más- soltó con una mirada fría y directa.
Su esposo la mira a los ojos por primera vez después de tanto tiempo, se veía sorprendido; no sabría decir si era porque ella no lo amaba o porque ella se animara a decirlo. Seguramente lo segundo, no hacía falta ser un experto en emociones, para entender que en esa casa hace tiempo que el amor se había marchado. Asaltado por la sorpresa, sus ojos se veían como los de aquel actor de la novela, al que estaban apuntando con el revólver; a veces las palabras son peor que un arma. Ella continuó:
-Así era, – le dijo de modo explicativo y en tono imperativo, mientras continuaba hablando- lo que me tenías que decir hace cinco años cuando empezaste a engañarme. “No te amo más”, pero hay que tener valor para decirlo, y vos nunca tuviste valor ni para decirme o demostrarme que me amabas; si es que me amaste alguna vez.
El silencio era contundente, él ya no la pudo ni mirar. Se recostó en la cama cómo dando por terminada la conversación y ella entendió, que lo que en un principio pensó era templanza y tranquilidad en su esposo, en realidad era tibieza en el corazón, apatía. Miró, por unos segundos, la espalda de su esposo acostado de lado, se le cayó una lágrima, pero esta vez por los dos, probablemente él había sido tan infeliz como ella. Ese hombre, probablemente nunca había estado allí, y lo peor, para él, es que no sabe si estará en algún lado.
Pero ella, hoy, había decidido salvarse y vengarse, se incorporó de la cama, con la misma decisión de la actriz, caminó hacia el lado de su esposo, le besó la mejilla y le dijo.
– Adiós, me voy con él- le dio directo al corazón y si no tenía, a su ego; mientras apagó la luz del velador, que fue como el destelló del fuego de un arma que nunca disparó.
Categorías:Pulsos
Deja una respuesta