
En diciembre de 2019 iniciamos en nuestra alta aldea tequeña, un juego que consistía en avanzar con los ojos vendados pero abiertos hacia el precipicio de la brevedad constriñendo la imagen poética. Entonces llamamos esa advocación infernal “nano haikú”: «La voz que viene del Este / entra por la oreja derecha / y enseña un canto » diría la poeta como si nos adivinara.
Muy pronto contrajimos la denominación a “NAKÚ”, reduciendo la conocida métrica de 5-7-5 sílabas a 5-7-5 letras o grafemas. Entonces aparecieron algunos hallazgos notables adjudicados por una especie de lúdica de la hiperbrevedad.
Aquí se usa la expresión “infernal” en términos de Harold Bloom, cuando advierte que “la poesía comienza con nuestra conciencia no de una Caída, sino de que estamos cayendo. El poeta es nuestro hombre escogido, y su conciencia de la elección se convierte en una maldición (…) Cuando esta conciencia de sí mismo alcanza un tono absoluto, entonces el poeta choca contra el suelo del infierno y, con su impacto, crea el infierno”.
¿Y qué hay con esa Caída que se va consumando como falencia, como “necesidad imaginativa” mientras no llega el impacto definitivo, si es que ha de llegar?
Al menos dos cosas, por lo pronto:
A) La revelación de una ansiedad dada, sobrevenida por la influencia preexistente. Bloom señala que el poeta fuerte es propietario de la adivinación. La melancolía que precede a su encuentro ha comenzado con el primer verso adánico. De ser así, significa que hemos sido adivinados con muchísima anticipación. No hay poeta que hable “un lenguaje libre del que aportaron sus precursores”.
B) Bloom afirma, a partir de Shiley, que “toda lengua es la reliquia de un poema cíclico abandonado”. Al hacerse caer en el vacío, el poeta adánico, debatiéndose entre la pureza y la opacidad, se encuentra “forzado a rendirse al número, al peso y la medida” del poeta fuerte, que en este caso es Marguerite Yourcenar con la medida, el peso y la cifra de LOS 33 NOMBRES DE DIOS y toda su herencia de terrible y esplendorosa cultura condensada en la brevedad.
¿Por qué llegamos entonces sin melancolía a sus versos lacónicos y refulgentes, experimentando, por el contrario, la más devota entrega?
Quizás porque apenas estamos iniciando un juego protoadánico, solaz del instante previo a la escisión, que aún no es caída sino embriaguez del vértigo, borrachera de la seducción, aunque no por eso menos apocalítico. No por eso dejamos de tender hacia el vacío « * * * * ». En ese instante andamos, incitando la metáfora en la oscuridad, entrechocando los negros pedernales de la imagen para congelar en una chispa «El silencioso relámpago / el rayo estrepitoso».
Tal vez ignoramos que estamos cayendo porque en algún punto nos importa menos el yo. Regresamos al nosotros. O quizás la “ansiedad de la influencia” es un rollo occidental que les toca resolver a ellos con Freud y con Lacán. Nosotros tenemos nuestras propias brujerías y ensalmes para esos casos en que ponemos el corazón en medio del silencio.
Marguerite conoce esas vibraciones, lo nota en «El sonido de una viola / o de una flauta indígena». Ella poliniza la rosa de los vientos con la única palabra posible, cuando canta «Abeja» y el hexámetro de su alma griega se abre con «El vuelo triangular de los cisnes» más allá del sueño pitagórico.
Marguerite hunde «La mirada y aquello que mira», absorta en signos ardientes, atizando « El fuego rojo en el hogar». Sabe que lo refulgente viene desde «El sol naciente sobre un lago» en el otro extremo de la poesía. Espera aterida como la garza en su postura de honda meditación. Ha velado toda la noche, con un pez anudado en la garganta, famélica hasta el alba. Todo por ese instante infinito de nombrar a Dios.
LOS 33 NOMBRES DE DIOS
Marguerite Yourcenar
(Tomado de: https://www.facebook.com/Marguerite-Yourcenar)
1.
Mar de mañana
2.
Ruido de la fuente
en las rocas
sobre las lajas de piedra
3.
Viento del mar
la noche
en una isla
4.
Abeja
5.
Vuelo triangular de los cisnes
6.
Cordero recién nacido
carnero hermoso
oveja
7.
El suave morro de la vaca
el morro salvaje del toro
8.
El morro paciente del buey
9.
El fuego rojo en el hogar
10.
El camello cojo
que atravesó la gran ciudad atascada
camino a su muerte
11.
La hierba
el olor a hierba
12.
* * * *
13.
La buena tierra
la arena
y la ceniza
14.
La garza que esperó toda la noche,
casi helada,
y que al fin apacigua su hambre al alba
15.
El pequeño pez que agoniza
en la garganta de la garza
16.
La mano que se pone en contacto con las cosas
17.
La piel, por toda la superficie del cuerpo
18.
La mirada
y aquello que mira
19.
Las nueve puertas de la percepción
20.
El torso humano
21.
El sonido de una viola
o de una flauta indígena
22.
Un sorbo de bebida
fría
o caliente
23.
El pan
24.
Las flores
que brotan de la tierra
en primavera
25.
Tener sueño en una cama
26.
Un ciego que canta
y un niño enfermo
27.
Caballo que corre en libertad
28.
La mujer-de-los-perros
29.
Los camellos que se abrevan
con sus pequeños
en el arduo guad
30.
Sol naciente sobre un lago
aun helado a medias
31.
El silencioso relámpago
el rayo estrepitoso
32.
El silencio entre dos amigos
33.
La voz que viene del este,
entra por la oreja derecha
y enseña un canto
*Traducción: Silvia Baron Supervielle
Un día recibí en París un manuscrito de Marguerite Yourcenar llamado Les Trente-trois noms de Dieu. Eran brevísimos poemas, sin puntuación, a veces con una sola palabra en medio de la hoja. Los acompañaba una carta de la autora en la cual me decía que pensaba que sus poemas me gustarían, ya que eran breves como los míos, y que se proponía publicarlos en la revista N.R.F. de Gallimard. Me sugería que los tradujera al español. En el mismo instante, antes de haber terminado su lectura, ya me había puesto a traducirlos. Silvia Baron Supervielle
Categorías:El Buscón
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