
Jonás estuvo tres días en las entrañas de una ballena, pero es lo que había ordenado el castigo bíblico ya que el tiempo no se puede medir en ese estómago gigante. Gepetto quizás haya estado meses, vaya uno a saber. Y ha habido muchos anónimos que estuvieron años. Las ballenas son así: parecen grandes pero para los que están devorados, es chica; la vida es rutinaria, están en libertad pero rodeados de una grasa pegajosa que se adhiere a los cuerpos.
Así vivíamos en el interior de esa ballena, junto a Jonás, Geppetto y miles más, pero no muchos. La mayoría no estábamos castigados, nos había tocado en suerte o en desgracia, ese interior de luces mortecinas, de entrañas vacías en invierno y alguna que otra guirnalda en verano. Sabíamos que afuera había otro mundo, repleto de almas en todas las estaciones del año, de luces que encandilan, de ruidos frenéticos en señal de que allí, a mucha distancia, en el infinito por entonces, pasaban grandes cosas. Aquí, en el interior de la ballena, las tragedias no eran pequeñas o gigantes, simplemente eran tragedias y bastaba su existencia para alterar la siesta y que el ulular de rumores se encargara del resto.
Pero un día el mundo hizo plop y hubo una música que no fue igual, la ballena rugió aunque las ballenas no rujen y Jonás empezó a bailar de modo distinto a aquel viejo carnaval. Si hasta aquí llegaba la ola, ni queríamos pensar lo que sería en el mundo de tierras y aceras prometidas, donde los aires para nosotros eran tan buenos, tan distintos, tan inalcanzables.
Así y todo, el interior de la ballena empezó a moverse; la leyenda dice que en uno de los cuatro cines que tenía la ballena, empezó todo. Fue cuando Jonás y todos los jonases saltaron de las butacas y empezaron a bailar al compás de una película que hablaba del reloj, cuando un gordito con apellido de cometa hacía delirar. Algo estaba pasando en el interior.
Ahí entonces se comprendió que el reloj se movía y que no había, entonces, tiempo que perder. La única disquería de la ballena empezó a poner caras y nombres difíciles en la vidriera pero rápidamente se hicieron conocidos y pasaron a ser nuestros amigos, poblando combinados y esas cosas. La presión por salir de la ballena y conquistar la vida importante se fue haciendo insoportable. Mientras tanto no quedaba otra que hacerlo aquí. Mirábamos, escuchábamos y copiamos, de vez en cuando aparecía algo creativo, made in ballena.
Empezó a venir gente que veíamos en las revistas y colgados de las costillas veíamos sin pagar un centavo la conmovedora novedad. Quedarse de brazos cruzados comenzó a ser un pecado y a fuerza de libros y discos se entendió como venía la mano. Igual la meta estaba lejos, la de las luces que encandilan. Pero mientras tanto aquí podíamos hacerlo. Y plop hizo la ballena.
Los Sudamericanos, Los Príncipes del Swing, Hi Fi (que era alta fidelidad, no sabemos a quién pero era alta), The Bats, The Dil Nick’s, Tinta China, (sí, como la que se usaba en caligrafía), Cal Viva, Ajenjo, Mandioca que era la madre de los chicos y también, según los chismes, de la ballena misma. Y una lista interminable en una carrera para ver quién era más original a la hora de los bautismos. Así surgieron Los Extraños Trepadores de Alamos pero nunca nadie había visto, y menos en una ballena, trepar un álamo ni a extraños ni conocidos. Tan bellamente inaudito como Bebida sin Alcohol. Sabíamos que la coca cola hacía mal, que venía del imperio y además el alcohol era materia indisoluble del pentagrama. Pero con todo esto y mucho más, incluidos los parques de diversiones (la ballena da para todo) que trajeron a extranjeros que tenían una conferencia, un bar y un tal Toto, la ballena empezó a tener peso propio (¿no es esto ridículo?) y hubo entonces amaneceres distintos, empezando a verse desde el adoquinado los edificios altos, los carteles, los aviones surcando el cielo, los jonases multiplicados por millones. Era el asfalto prometido, aún destrozado y con vías muertas.
Pero en el interior de la ballena la furia no se detuvo a pesar de que en uno de sus inmensos bostezos, comenzó la emigración. Los que decidimos quedarnos pintamos y cantamos el mundo a nuestra manera legando a los hijos de Jonás y Gepetto todo lo que habíamos aprendido y aprehendido desde que el reloj empezó a marcar el tiempo.
Hasta que un día otra vez el mundo hizo plop. Ya sabíamos que los tres días de paz, música y amor eran el final de una era, ni siquiera quedaba luna para conquistar y, lo peor de todo, el sueño había terminado. Y justo pero justo apareció Moby Dick, como un presagio venido en zeppelin, como diciendo ballena hay una sola, inmensa, planetaria, una única ballena que había dejado chica incluso a la meca del asfalto prometido. El mundo empezaba a transformarse en un gran cetáceo como si fuera una mesa en la que caben todas las manos, los jonases y los gepettos. La obsesión por cazarla alcanzaría, hasta hoy, ribetes impensados.
Pero la ballena de Jonás sigue estando, en su interior siguen pasando cosas. Ya no hay nada inalcanzable porque todo está a la vuelta de la esquina junto con infinidad de ballenas, que son grandes para los que viven allí, ínfimas al lado de Moby Dick y la desmesura de un océano como si fuera un dios supremo. Capaz que el mismo dios que condenó a Jonás a vivir allí, lejos del mundanal ruido pero siempre cerca de la música más maravillosa. La gran diferencia en el interior de la ballena antes de la vibración inconmensurable del reloj –o quizás por ello- es que sus luces ahora encandilan
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