
Cuando la mítica Apocalypse Now comienza, la primera voz que se escucha es la del Capitán Willard (Martin Sheen), en off (Saigon); de la misma manera y casi en el mismo tono, se diría idéntico, Brad Pitt en su rol de astronauta comienza a contar su aventura que devendrá en una desventura cósmica, existencial.
La referencia al film de Coppola, en Ad Astra no es casual. Toda la película es un viaje al corazón de las tinieblas, allí a través de la selva en plena guerra, aquí a través del espacio y, por qué no, en plena guerra como se anuncia en las escenas iniciales citando la batalla “comercial” de empresas mineras en la luna.
La primera acción en tierras que no son las nuestras precisamente, hay también analogías propias del cine de género: uno puede imaginarse a Ringo tirando desde la diligencia a los indios o, más acá, a los tanques de Montgomery confrontando con los de Rommel. Pero no es el Afrika Korps. Es la luna. Y después será Marte. Y después Neptuno. Ese tramo de la excursión galáctica será otra cosa, el astronauta deberá lidiar consigo mismo y con un padre que estuvo ausente casi treinta años y él no lo sabía, un padre que quiso pelear por una causa justa (la existencia de vida intergaláctica) o que en realidad es un lunático, sin que la expresión pretenda ser un guiño humorístico (guiño es el show de los Nicholas Brothers que aparece por segundos en un televisor de la estación espacial). Es que el film se trata de un drama. Padre-hijo por un lado, las cuestiones de sangre, las herencias y los legados. Tierra-espacio por otra.
El cartel del principio, totalmente innecesario, dice que el hombre en épocas de esperanza y preocupación va en busca de progreso hacia las estrellas, más o menos como los positivistas del siglo XIX buscando en la tecnología una suerte de inmortalidad (“ni Dios podrá hundirlo”, la frase no sólo de ficción más mentada cuando se botó el Titanic, acaso el símbolo más claro de nuestra finitud). Así es como el hijo va en busca de un padre obsesivo que, como Kurtz, algo esconde. Sin embargo en Ad Astra no es tanto el misterio, la metáfora quizá peca de ingenuidad al final pero al correr el riesgo de navegar en las tinieblas (como ya lo intentaron Kubrick y Tarkovsky, con más suerte que Nolan) sale a flote al montar un escenario visualmente impactante y un discurso intelectual que lo aleja de la ciencia ficción convencional para hablar de las cuestiones existenciales que están más cerca de este mundo que de las estrellas.
Desde las primeras escenas que esto se sabe: los científicos que andan por la luna como panchos por su casa en túneles subterráneos y demás, terminan encomendándose a un ser superior ante cualquier peligro. No alcanza esto, en la película, para emular la tabla de 2001 y mucho menos el océano de Solaris pero es un intento válido de mucho riesgo en un género proclive a la espectacularidad y a lograr el gusto masivo. Aquí, con un cada vez más comprometido Brad Pitt (que también es productor), James Gray, un director que no sabe de grandes estrellas en su propio firmamento, hace de Ad Astra una manera estrictamente autoral de acercarse a las estrellas por derecho propio y en especial por el misterio que genera atravesar el corazón de las tinieblas, aquí en la tierra como en el cielo.
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