
Escribir acerca del poeta estadunidense Walt Whitman (1819-1892) es, en cierto modo, como escribir sobre una divinidad. No conozco a otro autor, en cualquier género literario, con una voz poética tan poderosa como para convencer al lector de que se encuentra frente a un texto de alguien que está vivo realmente, y que ese alguien, además, es capaz de conversar con el lector, comprender lo que este siente y piensa, lo que ha padecido, lo que añora, lo que anhela y hasta lo que quiere oír. Esa voz creadora dicta sentencias inapelables, verdades definitivas. Frente a ella, el lector no es sino una frágil criatura incapaz de contradecirla.
Esa es la razón por la que encuentro la poesía de Whitman muy semejante a la Biblia, al Corán o a los textos fundamentales del budismo. En todos ellos, quien lee tiene la certeza de que una voz cósmica lo envuelve y lo penetra cuán largo es, por cada poro de su piel, para dejarlo luego vivificado y enmudecido. [1]
Pero también hay una diferencia esencial entre la obra del poeta y los textos sagrados de cualquier fe: la celebración de la existencia. Whitman canta por igual a la madre con su niño en brazos que al avance de un batallón en la guerra o al galopar solitario de un caballo por la llanura. La capacidad de abarcar el universo en un libro, en un poema, hace de cada uno de sus textos una suerte de Aleph borgiano, una ventana a todo lo que existe, el ojo de Dios. Que un poeta pueda elevar a tan altas cotas de desarrollo el efecto que sus palabras producen en un lector determinado, es algo verdaderamente extraordinario.
Por otro lado, esa misma virtud descubre al ser humano dueño de la voz creadora, al hombre Walter Whitman que construye al personaje Walt Whitman. Una persona incapaz de sentir un genuino amor por sus semejantes jamás podría hacer algo así. He ahí la clave de su inmortalidad.
[1] La obra del bardo norteamericano es tan particularísima, que me es forzoso expresarme en metáforas.
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