
Hubo una época en la cual la costumbre de tener pajaritos enjaulados en las casas era algo habitual. Por lo general se encontraban en los patios de las viviendas familiares. Era frecuente escuchar los diferentes cantos y trinos provenientes de la gran variedad de aves que en ellos había. Desde pequeñas jaulitas con uno o dos habitantes hasta grandes jaulones con insólita variedad canora.
En mi familia también supo haber alguna que otra jaulita con canarios. Quizás haya sido esta una costumbre traída por los inmigrantes.
La cuestión es que alguna vez, ya viviendo fuera del seno familiar, tuve un canario enjaulado (recuerdo esa costumbre y no lo puedo creer!). Solía comprarle su alimento (alpiste o mijo) en cualquier lugar. No tenía preferencias hacia ningún comercio en particular.
Es así que una mañana yendo a laburar, recordé que necesitaba alimento para el canario y que justo enfrente de la parada de colectivos habían abierto un nuevo local que vendía alimento para aves y también pájaros.
Como salí tarde de casa no tuve tiempo para cruzarme a realizar esa compra.
Al regreso de mis tareas volví dispuesto a que nada entorpeciera esa encomienda.
El local que les mencioné era pequeño, casi llegando a la esquina, justo frente a una gran plaza. Tenía jaulitas colgadas por todos lados. Sobre las paredes fuera del local y en grandes jaulones colocados en la vereda. Una pequeña feria.
Cuando bajé del colectivo y mientras esperaba para poder cruzar en busca del alimento para mi mascota, observé y escuché a un hombre de espaldas, que con un silbido afinadísimo mimetizaba su música con la de los pájaros. Algo muy particular.
Debo contarles que por cuestiones de época, parte de la banda original de mi vida es el tango. Digamos que podemos llamarla de alguna manera una herencia de familia.
Aclarado esto, continúo.
Es así que crucé la calle, y ya en la vereda de la pajarería, saludo al hombre que continuaba silbando su música de espaldas a mí y este gira su cabeza para retribuirme el saludo.
Lo que sucedió en ese momento todavía me estremece al recordarlo.
Estando frente a frente, este señor me pregunta que necesitaba. Creo que le contesté titubeante y con palabras no muy entendibles. Roberto me reiteró la pregunta, que volví a responder no muy claramente, y entró al local. Parado solo en la vereda esperando mi pedido, pensé en hablarle, en hacerle algunas preguntas sobre su vida. Sinceramente no pude. Me extendió su mano con una bolsita de alimento para mi canario y nos despedimos.
Mientras caminaba de regreso a casa seguía sin poder entender mi actitud absolutamente idiota, me prometí que un día con más calma iría a preguntarle algunas cosas.
Nunca volví a comprar en ese lugar. Todas las mañanas veía a ese hombre, de espaldas, silbarle a sus pájaros y nunca me animé a cruzar. Mi pudor pudo más.
Creo que no se los dije. Ese hombre se llamaba Roberto Goyeneche.
Categorías:Crónicas de un Melómano
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