
En su célebre obra Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift (1667-1745) expresó con profunda amargura su animadversión y su franco desprecio por la naturaleza humana. Se trata de una sátira con apariencia de novela de viajes en la que el protagonista, el médico y marinero inglés Lemuel Gulliver, se embarca en diversos viajes alrededor del mundo, topándose en ellos con naciones desconocidas. La obra está estructurada en cuatro partes. Las más famosas popularmente son las dos primeras: Gulliver en el País de los Hombres Minúsculos (Lilliput), y Gulliver en el País de los Gigantes (Brobdingnag). Sin embargo, son las dos partes restantes las que contienen la mayoría de las ideas del autor. En la Tercera, el personaje visita varias naciones en las que gobiernan lo absurdo y lo ridículo. En la Cuarta y última, la más mordaz de todas, llega al País de los Caballos, en donde se siente inmundo y vil en comparación con el carácter sabio y noble de los autóctonos. Pues bien, el presente artículo pretende ser un comentario sobre una de las construcciones más significativas del libro: la Gran Academia de Lagado. Creemos que a través de ella el escritor irlandés puede hablarnos con elocuencia acerca del mundo contemporáneo.
La primera nación a la que arriba Gulliver tras zarpar de Inglaterra por tercera vez es una isla voladora llamada Laputa. La nobleza y todas las personas eminentes que la habitan profesan una devoción fanática y obsesiva por la astrología, la astronomía, las matemáticas y la música. De hecho, están tanto tiempo absortos, sumidos en la meditación de esos temas, que necesitan de uno o dos sujetos llamados «golpeadores» que los despierten con un golpe en la oreja para que se puedan comunicar con sus semejantes. Tras convivir algún tiempo con ellos, Gulliver siente vehementes deseos de abandonarlos, pues dice:
«Aunque no puedo afirmar que me tratasen mal en esta isla debo, sin embargo, confesar que me parecía vivir en medio de una gran indiferencia, no exenta de cierto menosprecio».[1]
Y añade:
«Por otra parte ya había visitado todas las curiosidades de la isla y deseaba ardientemente abandonarla porque sus habitantes se me hacían insoportables».[2]
Poco después, Gulliver se marcha de la ínsula y aterriza en el territorio continental del reino laputiense. Se trata de un país llamado Balnibarbi, en cuya capital, Lagado, hay una prestigiosa academia de ciencias. El edificio que la aloja se distribuye en dos alas, una para las ciencias materiales y otra para las ciencias especulativas. El personaje visita la institución y recorre primero el ala dedicada a las ciencias materiales. En ella ve, entre otras peculiaridades (como él las llama), a un arquitecto diseñando un método para construir casas empezando por el tejado y terminando por los cimientos. También ve cómo un grupo de ciegos se dedica a mezclar colores para los pintores. Después, pasa al ala de las ciencias especulativas, y allí se entera de dos proyectos para perfeccionar el idioma del país. Uno de ellos consiste en condensar la frase, reduciendo los polisílabos a monosílabos y suprimiendo verbos y participios. El otro, por su parte, consiste en abolir las palabras totalmente, de modo que las personas se comuniquen señalando con el dedo los objetos a los cuales quieren referirse.
Esa manera de satirizar lo que es, a juicio de Swift,
el costado inútil e irracional de la ciencia, del conocimiento, y, en última
instancia, del quehacer humano, podría encontrar mayor asidero en nuestro
tiempo que en el siglo XVIII. Si el escritor irlandés viviera hoy entre
nosotros, ¿qué pensaría del mundo que hemos construido? ¿Con cuánta indignación
no vería que ya hay hombres colonizando la luna a la par que destruimos nuestro
medio ambiente? ¿Cuántas parodias no escribiría al ver que fabricamos robots
cada vez más complejos, cada vez más parecidos a un ser humano, mientras
millones de personas mueren de hambre cada año en todo el mundo? Estas y otras
interrogantes, evidentemente, jamás serán respondidas, pero creo que Jonathan
Swift sería uno de los hombres más insatisfechos de nuestra sociedad; si la
Inglaterra ilustrada fue para él una fuente inagotable de amarguras, el mundo
contemporáneo sería entonces una condena, una burla grande y cruel, una suerte
de purgatorio.
[1] Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Tercera Parte, Capítulo IV.
[2] Ídem.
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