
Fue premiada «Por su originalidad, juventud, atrevimiento e impertinencia», pero también lo merecía por su franca desfachatez y el humor fresco e inteligente del que hace gala.
Une Femme Est Une Femme proclama desde un comienzo su contrapunto con la ficción. Después de unos créditos que hablan sobre la identidad del film, una voz en off pronuncia el consabido «Luz, cámara, acción».
Una película donde sus protagonistas actúan y hacen ostensible que actúan, permitiéndose al mismo tiempo, el diálogo y la complicidad con espectadores y también con los anónimos transeúntes de las calles parisinas. Pero si eso no bastara para dejar la marca de un film que borra las fronteras de la ficción y la realidad, Godard hace que sus actores se refieran a otros películas suyas o de otros directores, conversen con Jeanne Moreu y le pregunten por Jules y Jim, sin que quede claro si apuntan a la película del mismo nombre o están inquiriendo por la suerte de los integrantes de aquel complejo trío amoroso, redoblando así, una y otra vez, la apuesta por el deslizamiento constante que ocurre entre el cine y la vida misma. Y si no bastara con lo hasta aquí apuntado para reconocer esta urdimbre entre fábula y realidad el director se toma la licencia de intercalar subtítulos con el propósito aparente de orientar al espectador en el desarrollo de la trama. Letreros que cortan la pantalla ficcional y al mismo tiempo parecen evocar el cine mudo. Una foto de Marilyn colgada en una pared del departamento de Angela y Émile sintetiza el lazo amoroso que une a Godard con el cine.
¿Y a qué hace referencia está obra? Al cine, a las películas musicales, a la inevitable llegada del otoño en la vida conyugal, a la posibilidad de vivir más de un amor simultáneamente. Pero también refiere a la insondable subjetividad de la mujer, el amor y sus etapas, la levedad de la vida, de los artificios cinematográficos, del lenguaje y su ambiguedad y, a la manera de estampas de época, a la explotación de las mujeres, los remanentes de la persecución política, y algunas cosas más.
¿ A propósito de qué sale al balcón Jean-Claude Brialy cuando su mujer insiste en tener un hijo? La respuesta inmediata es que sale para llamar a Alfred. En realidad Godard lo hace para eso y también para enfatizar el vínculo que tiene la película con la realidad. Belmondo está enfrente de la casa del matrimonio, en el barrio, en la misma calle, a un grito de distancia. El director no requiere crear una escenografía ad hoc. En la escena no aparece Belmondo ni el lugar donde está. Pero el espectador sabe que debe estar en la esquina, quizás apoyado en la pared, a la espera de su amada. La escena se torna nuestra porque se muestra próxima y familiar. Lo mismo sucede con las repetidas presencias de los protagonistas en cafés, en los cruces con vecinos a propósito de compartir los teléfonos, expendios de revistas, caminatas por arterias bulliciosas de gente que va y viene y encuentros con conocidos que también habitan esa geografía. Y entre tantos conocidos Charles Aznavour. Con él Angela mantiene un voluntario y delicioso contrapunto musical sobre la conducta y los sentimientos de la mujer así como sobre las desventuras del amor.
En un antro de streap tease suena la música propia de una comedia y canciones que Angela habla pero no canta. Allí la protagonista parece soñar con tener una oportunidad en un musical al estilo Brodway, consulta los horóscopos, se hace de cigarros que no paga, aligera sus ropas cuando actúa y traspasa maravillada la puerta mágica, aquella que cambia las ropas de quien se anima a cruzarla. De este modo, nuevamente, en un mismo lugar y tiempo, a propósito de los mismos personajes, se dan cita magia, ficción y realidad.
Tomas cenitales de recorridos que hacen los intérpretes por ramblas y avenidas parisinas sumadas a travellings y planos secuencias de sus andanzas nos aproximan de tal modo que somos en alguna medida parte del juego cinematográfico. Una cámara atrevida que se arriesga al fracaso innovando.
Categorías:Clásico y Moderno
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