CUENTOS: ‘Personaje’. Por PABLO ARAHUETE

Paola no podía evitar la excitación al teclear en la computadora.
Del otro lado, los mensajes llegaban con más cantidad de letras:
“Claaaaro que te voooy a contar, tooonta.” Mientras tipeaba, su
agenda se ordenaba mentalmente. Aún confiaba en la memoria
y, por el momento, no recurriría a la ayuda del papel. “Viene
dessspués de la viuuuuda. Ahorrra teee dejo, voy a repaaasar
un poooco.” El llamado telefónico de un hombre con voz ronca,
interesado en sus servicios, le había resultado poco menos que
llamativo. Por lo general, su nutrida cartera de clientes estaba
conformada por mujeres. El sujeto de la voz ronca había encontrado
su volante, con seguridad tirado por el barrio, o bien el
llamado obedecía a una recomendación. Paola lo había comprobado
con anterioridad: el boca a boca era un cien por ciento más
efectivo que los volantes. Acostumbrada a recibir respuestas reticentes
a su sencillo cuestionario de rigor, el fluido diálogo con el
desconocido había denotado cierta franqueza. El pequeño cartel
en la vidriera del kiosco de don Venancio, donde se podía leer
con claridad: Madame Asumpta, Astrología, Tarot, vidas pasadas,
lectura supra trascendental, había inquietado a su potencial
cliente a concretar un encuentro. No tardaron en fijar un horario,
sobre todo, luego de que Paola percibiera en la charla un
atisbo de tranquilidad; como si cualquier intento de posponer la
reunión hubiera significado el principio de un largo desconsuelo.
Animada frente al desafío de un nuevo caso, Paola adoptaba
el rol de Madame Asumpta. Su larga cabellera azabache, recogida
en una llamativa pañoleta española, los ojos exageradamente
pintados para transmitir la sensación de profundidad, el cuerpo
adornado de colgantes brillosos vivificaban la leyenda ante la
constante afluencia de mujeres en estado desesperante. De maestra
jardinera a vidente, la metamorfosis de Paola era el resultado
de dos factores coexistentes en su vida: la capacidad de escuchar
los conflictos ajenos que, durante sus cuatro años de estadía
en el jardín “Solcito feliz”, habían agudizado la relación con los
padres de los niños (la mayoría, mujeres) y el afán de actuar
impulsivamente cada vez que se sentía conmovida por algo. Ese
carácter impulsivo la había conducido a decir sí siempre que
alguna persona le decía, “Tenés un minutito, quería contarte
algo, Paola.” Si bien con el extraño de la voz ronca no se había
reproducido la misma situación, el pedido implícito reposaba
en sus respuestas. Esteban, así le dijo que se llamaba, prefirió no
anticiparle nada por teléfono. Paola no insistió. Su experiencia
en el trato cotidiano le había confirmado que una de las claves
para un trabajo exitoso consistía en no conjeturar apreciaciones
antes de un primer contacto. La primera impresión valía oro.
Habitar un edificio con un portero visor, al que todos los inquilinos
podían sintonizar en un canal de cable, significaba para
Paola un ahorro de energía enorme. Fue raro haber aceptado la
instalación del cable. Ella detestaba ver televisión y aprovechaba
sus ratos libres para leer algún libro en la plaza o pasear con sus
ocasionales amantes bajo el confortable resuello de las luces de
neón. Sin embargo, el cable le permitía tomar contacto con esa
primera impresión decisiva. Vestigios de historias, conflictos
irresueltos, anhelos de trascendencia, frustraciones, todo eso
quedaba impregnado en los rostros desnudos frente al ingenuo
foco de la cámara. Paola, además, prestaba especial atención a
los ojos. A veces, reforzaban aquellos surcos únicos de cada fisonomía
y otras obligaban a buscar rasgos significativos difíciles
de recibir al primer vistazo. Luego de cada consulta, Paola tenía
media hora de descanso. Así, aprovechaba los intervalos para
proseguir sus lecturas de apoyo, fiel a su método autodidacta,
que tan buenos resultados le había dado. Su vinculación con
las obras completas de la Licenciada en “fenómenos que hasta
ahora la ciencia no ha podido explicar”, la señora Alma Enpena,
había significado tanto para Paola que no dudó en conseguir su
último libro, sobre lectura supra trascendental. Cuando podía,
Paola extraía del centro de la biblioteca, ordenada por temas, un
libro de tapa celeste sin título. Mientras lo hojeaba en el balcón,
repetía frases incomprensibles como si estuviese en trance o
bien conectada con otra parte. El rugir quejoso de los caños de
escape subía desde la avenida, escalaba los balcones hasta llegar
a la quietud del octavo piso. Allí, renacía todas las tardes Madame
Asumpta en el esbelto cuerpo de Paola.
La llegada de Esteban era inminente. El comedor presentaba
como de costumbre su aspecto sereno, envuelto en una sutil sábana
transparente y violeta, salpicada por la luz que se escurría
entre los intersticios de la persiana baja. En la cocina, la cafetera
solicitaba auxilio y el televisor sintonizaba la entrada del edificio
sin nadie a la vista. El atraso de Esteban preocupaba un poco a
Paola. Tal vez se había arrepentido o simplemente algo lo había
demorado en el camino, pensaba Paola, mientras acomodaba el
libro en su lugar.
Sonó el timbre. Madame Asumpta se dirigió a la cocina con
su habitual andar parsimonioso. Los pies descalzos sentían el
cambio de temperatura: de la madera cálida del comedor al frío
de la cerámica.
-¿Quién es?- La imagen de un hombre de espaldas dificultaba
esa ventaja que Madame Asumpta denominaba “Primera impresión”.
Por lo general, le alcanzaba con observar el rostro para
descubrir cuál un motivo.
-Soy Esteban. Pedí un turno.- El hombre giró. Al fin podré verle
el rostro, se entusiasmó. Y, con voz suave, lo invitó a subir. Sus
anteojos negros nuevamente retardaron el primer contacto
como si hubieran sabido que alguien los buscaría allí. En el lapso
que Esteban tardó en subir, Madame Asumpta, como de costumbre,
hubiera imaginado cuál podría haber sido el conflicto.
Salud, dinero o amor, palabras que por sí mismas no significaban
más que eso, constituían la escala básica que naufragaba en
el lamento de las clientas.
Sin embargo, cada palabra encerraba una historia distinta
y en la intimidad de la consulta adquiría relevancia. Las ma90
nos perfumadas de Madame Asumpta mezclaban el destino de
Esteban, fragmentado en el mazo de cartas, aunque faltaba que
él hiciese un corte para reinventarlo. Estaba allí, entre el luminoso
comedor violeta y el abrazo gris de un saco descosido. Su
rostro anguloso y los surcos de la frente exigían concentración.
-Bienvenido, ponte cómodo.
-Gracias, le pido disculpas por la demo…
-Shhh, trata de concentrar tus energías a partir de este instante.-
La insistencia de Madame Asumpta condujo al corpulento
Esteban hasta una mesa redonda. Su cuello largo, hacia adentro
del saco, rechazó la invitación del respaldo a adoptar una postura
acorde al momento relajante sugerido por la atmósfera del
lugar. Finalmente, la espalda traspasó al vértigo de la novedad y
el cuello asomó, dejando atrás una triste herencia de incomodidad.
Luego, los omóplatos esperaron su turno y vieron la oportunidad
de encontrarse con los hombros en la mullida soledad
del respaldo. La leve inclinación desató la furia de las rueditas
que desplazaron al asiento móvil unos milímetros bajo un tibio
rechinar metálico. El ínfimo movimiento de Esteban, ayudado
por la mala predisposición de las rueditas, significó para él un
cambio de lugar. Tan importante como la distancia infinita entre
dos puntos en una recta. Sus zapatos, atados con la perfección de
un hombre muy atento a los detalles, se arrastraron por el piso
de madera. Con disimulo, buscaban recuperar el espacio ocupado
segundos antes.
-Esteban, ¿Cómo te gusta el café?
La estrategia del café siempre le daba a Madame Asumpta buenos
resultados. No sólo era agradable ser recibido con un café,
sino que lo más importante empezaba una vez terminado el café.
Con Esteban, no podía ser diferente. Pese a que sus huesudas
manos se habían aferrado a la mesa, como si aquel tenue balanceo
hubiese sido suficiente para torcer el rumbo de su quietud,
parecía menos tenso que al comienzo.
-Prefiero otra cosa. El café me quita el sueño.
-No hay problema ¿Qué deseas tomar?
La negativa de Esteban clausuraba, de alguna manera, una serie
de instancias que Madame Asumpta siempre proponía a raíz del
café. En primer lugar, una aproximación a la vida del visitante a
través de la lectura interpretativa de la borra del café, desplegada
cual libro abierto en los bordes de la taza. Toda lectura en busca
de grandes revelaciones, ocultas al fondo del mar negro azucarado
o edulcorado según el caso, estaba precedida por una vieja
leyenda sobre la cesión de ese don entre generaciones. Madame
Asumpta había acuñado una, la había hecho suya y, a veces,
alargaba el relato, inventaba personajes.
-Un vaso de agua. Con eso me conformo.-
-¿Seguro que no quieres un café?Hay gente de una timidez extralimitada, seducidos por la idea
de tomar un café con un desconocido, pero sin animarse a dar
el paso. Para eso estoy yo, dispuesta a servirles un café y ayudarlos.-
La voz suave y el tono servicial de las sentencias lo hacían
todo más fácil. Esteban, de a poco, soltó los dedos de la mesa.
Un pie llamó la atención del otro cuando, provocativamente, lo
montó. La reacción del pie invadido no tardó en producirse, doblegó
los esfuerzos del intruso y lo apartó de allí. Resignación no
era precisamente algo que el pie desplazado estuviese dispuesto
a aceptar, menos del izquierdo que había preferido esperar el veredicto
del derecho para ingresar al departamento. Convencido
de lo humillante de no defenderse frente a la prepotencia de los
zurdos, el pie derecho se elevó y castigó con dureza al enemigo.
Esteban debió mediar en la trifulca palmípeda. Así, en su doble
rol de juez y parte, tuvo que resolver la disputa salomónica y
expeditivamente: piernas cruzadas durante el resto de la conversación.
-Entonces, ¿me aceptas un café, Esteban?
-Mejor, no. Me quita el sueño.
-A ver, veamos. ¿Sufres de insomnio?
-No. Algunas veces me quedo dormido en el trabajo.
-Hmm, y en esos momentos seguramente sueñas, ¿no?
-Sí, sueño que soy otro.
-Sabes que en los sueños todos concretamos aquellas cosas que
no podemos cuando estamos despiertos. Ser otro es el anhelo
más común.
-Es cierto
-Por lo que cuentas, supongo que tú no estás conforme contigo,
con aquello que eres. ¿Podrías alcanzarme tus manos, Esteban?
-No sé si quiero saber mi futuro. Descreo de esas cosas del
destino o la posición de los astros. Considero a los horóscopos
enemigos de la voluntad.
-Yo no puedo obligarte a que creas. Sin embargo, debo decirte
que en tus manos hay caminos trazados. Algunos ya los has
recorrido, has reconocido sus límites, avistado sus horizontes.
Otros quedan por transitarse. Mi función es descubrirlos y
guiarte. Piensa, muy dentro de ti, por qué te encuentras ahora
sentado frente a Madame Asumpta.
La pregunta irrumpió al mismo tiempo que el eco de una fuerte
discusión en el pasillo del octavo piso. Paola se asombró al contemplar
el espectáculo que tenía frente a sus ojos: esa persona
que sostenía, con sus manos huesudas, las de ella no podía ser
otro que Esteban Ambersoni. Estaba cambiado desde la última
vez que se habían visto en una reunión de padres. El mentón
prominente, entonces cubierto por una barba rojiza de varios
meses, se destacaba del resto de la cara angulosa. Las piernas
cruzadas daban toda la sensación de estar así, demasiado cruzadas,
como el resultado de un largo debate interno. Esteban, el
padre de Camila (una de las nenas de “Solcito feliz”), le sonreía.
Paola seguía sin entender nada. El ambiente le parecía familiar,
aunque la disposición de algunos elementos, la mesa redonda,
por ejemplo, era diferente. De la biblioteca reconocía algunos
libros por el color de la solapa. Sobre todo, uno de cubierta celeste
que solía leer en el balcón cuando necesitaba abstraerse del
mundo. Esteban soltaba una catarata confesional y no dejaba de
apretar las manos de Paola. Ella no lo escuchaba. Seguía descubriendo
detalles del lugar. Esteban terminó de hablarle, dejó sus
manos libres y, sobre la mesa, acomodó un billete de 50 pesos.
Paola se levantó casi por instinto y lo acompañó hasta la puerta.
Al atravesar el comedor sintió escalofríos. No tenía zapatos y ella
odiaba caminar descalza. Llegaron a la puerta.
-No sé si voy a volver por otra consulta. Sus consejos son muy
difíciles de seguir.- Paola intentaba comprender por qué no
la tuteaba. Por lo menos, cuando ella trabajaba en el jardín de
infantes, el trato no era tan formal.
-Un besito a Camila.-
Esteban no recordaba haberle mencionado el nombre de su hija.
Bajó por las escaleras con la impresión de que le había quedado
algo por decir. Paola se soltó la pañoleta y dejó que su pelo recorriera
la espalda. No veía la hora de hacerlo, pero Esteban había
tomado sus manos tan insistentemente.
Abrió la persiana y la claridad disipó las estelas ultra violetas
que envolvían el comedor. Esteban llegó a la entrada del edificio
con el vago recuerdo de la vidente. Su memoria le decía que en
alguna parte se habían visto. Madame Asumpta esperaba otra
vez en el interior del libro celeste una nueva lectura de balcón
para volver a estar allí.



Categorías:Pura Ficción

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