CUENTOS: ‘La Lavandera’. Por MÓNICA CENA

Elena retorcía la ropa como si retorciera su propia vida tratando de sacar todo mal recuerdo, mientras los chicos jugaban y corrían a su alrededor.

—Hola, buena moza —la interrumpió un hombre dejando una bolsa al lado del fuentón de lavado—. Aquí le traigo un poco de trabajo.

Los ojos de Elena, llenos de fastidio, se cruzaron con la mirada libidinosa del visitante. Sabía lo que en verdad buscaba, pero ella sólo atinó a manotearle la bolsa y arrojarla a un costado donde el baldazo no había mojado la tierra. No era justo partirse la espalda lavando, o quemarse las manos con las brasas de la plancha para ganar una moneda, y que alguien pensase que era una vida fácil. No, señor. No era justo.

—¡Epa! Despacito, muchacha —agregó el hombre con una sonrisa burlona—. Me gustan las fieras…

Las cosas se le habían puesto feas a Elena. ¡Pero tenía tantas deudas! No podía detenerse, no. Ser mujer, joven, madre y soltera no era una buena combinación.

Tampoco era fácil criar y educar hijos sin la compañía del padre, o ser empleada doméstica y rechazar ciertas propuestas, sin quedarse en la calle. Claro que no. Pero tampoco era imposible.

Elena miró al hombre a los ojos apretando los dientes.

Y los chicos dejaron de jugar. Los más pequeños corrieron hacia el rancho a esconderse, el mayor se quedó al lado de su madre por si tenía que estrenar su hombría defendiéndola.

—Pasado mañana tiene la ropa —le dijo Elena al hombre. Estaba aturdida y humillada. Enojada consigo misma por no haber rechazado el trabajo. No era la primera vez que el empleado de la estancia venía a molestarla.

—Algún día… —dijo ella mordiendo las palabras, pero no llegó a terminar la frase porque el hombre se había marchado satisfecho de molestarla.

El invierno hacía que el día fuera más corto y el trabajo más duro. Las manos dolían después de tanto refregar ropa ajena. Sin embargo, no era momento de atender dolores propios, sino de preparar la cena y acostar a los chicos. En la soledad, quizás, encontraría un momento para sumergirse en sus pensamientos y dar rienda suelta a sus recuerdos.

La jornada había terminado, los pequeños estaban durmiendo y sólo quedaban unos platos que lavaría por la mañana.

Basta por hoy, pensó.

Se estaba preparando para acostarse, cuando un ruido la dejó sin aliento.

Ni lo dudó: fue hasta la cocina.

Vio cómo la puerta se movía dejando entrever la sombra de alguien que intentaba entrar. El terror la paralizó un segundo, pero el suspiro de ensueño de uno de sus hijos la fortaleció para enfrentar el peligro. La precaria puerta que solo se cerraba por dentro con una tranca de madera, no la protegería por mucho tiempo más.

El intruso no reconocía límites a sus intenciones, y encontró enseguida la manera de entrar: había metido la mano por la abertura entre la puerta y el marco y estaba a punto de quitar la tranca.

Elena no lo permitiría. No, señor, de ninguna manera.

Agarró el machete que tenía sobre el aparador y le asestó un golpe en la mano que ya estaba liberando la entrada.

A la mañana siguiente, luego de servir el desayuno a sus hijos, los dejó al cuidado del mayor y salió. Ni el frío ni la llovizna iban a detenerla. Envuelta en un poncho, caminó por las calles del pueblo para terminar lo que había comenzado la noche anterior.

No tardó mucho en llegar al hospital. Y allí lo encontró, sentado en la enfermería con la mano vendada. La mirada del hombre ya no expresaba deseo, sino un odio feroz y un dolor intenso.

—Tomá —le dijo ella extendiendo su mano—. Acá te traigo lo que te dejaste anoche en mi casa.

Y le puso en la mano sana un pañuelo con los cuatro dedos que le faltaban.



Categorías:El Susurro de las Gárgolas

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