
Las gotas de lluvia lograron escabullirse por los resquicios de
tierra seca del jardín. Viajaron, subterráneas hasta llegar al corazón
de la semilla y al final la aventura. Unos cambios repentinos
y, de pronto, la lucha por convertirse en tallo, luego, en flor. Salir
de la más absoluta oscuridad hacia los primeros rayos de sol.
Se dejaba abrazar por la danzante brisa del revoloteo caprichoso,
que jugaba entre los tallos cercanos, hasta el atardecer.
Apuntó hacia el cielo y, luego de un descanso eterno, se desperezó.
Entendió: por fin era el momento de crecer y así sus capullos
rojos, mientras sus pies se afirmaban en las profundidades de la
tierra, se extendieron. El sol se escondió detrás de la luna, que la
acompañó con su luz durante todo el sueño. Los grillos desafinados
no interrumpieron su viaje onírico por otros jardines; por
otros cuerpos diferentes con formas inalcanzables. Los tibios
rayos acariciaron sus primeros pétalos, acobardados en salir.
Tímidamente, comenzaron a desenrollarse.
Firme en el suelo, presa de un impulso inexplicable pero maravilloso,
sintió la necesidad de erguirse, de modificar su antigua
posición reposada y adoptar una más desafiante. El cosquilleo
suave de las pisadas de las hormigas le producía una alegría
inmensa. Entonces, despedía un perfume dulce que, junto al
viento, paseaba entre otras flores. Así, un día tras otro, de repente
un empujón asesino, sacudió su estructura corporal. Se aferró
a la tierra, donde las partículas se desplazaban en todas direcciones,
y formaban una cortina de color negro. Un silbido agudo,
siniestro, desde un lugar desconocido, acompañaba la lucha. De
izquierda a derecha, empecinada en no rendirse ante el embate
furioso, soportó con estoicismo el zarandeo y corrió el riesgo de
quebrarse. Algunos de sus pétalos más viejos no lograron mantener
el abrazo durante la batalla y quedaron flotando en el aire.
Todo lo peor pareció haber terminado. El tallo herido no
sentía la fuerza expulsora a su alrededor, las partículas de tierra
ya no se movían de su lugar. Y el silbido agudo había desaparecido.
Exhausta, con un par de pétalos a punto de despojarse y con
la luna como único testigo ocular de la masacre, se dejó atrapar
en el sueño hasta la mañana siguiente, donde el sol curó sus
heridas, una por una.
Y un día se secó.
Categorías:Pura Ficción
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