
A Yurimia Boscán.
El supermercado donde me encontraba hervía por la muchedumbre que colmaba sus instalaciones buscando el chupón extraviado del bebé gigante. Las personas ingresaban en tropel por las puertas, golpeándose unas a otras, y luego corrían desesperadamente hasta los anaqueles y derribaban las mercaderías, con la convicción de que en cualquier rinconcito del recinto podía estar lo que querían encontrar. Yo, de pie junto a una ventana, veía la grotesca escena sin saber qué hacer.
—¡Isaac! —me gritó un agente policial que corría hacia el pasillo de frutas y legumbres—. ¡Ayúdanos a buscar! ¡El bebé va a destruirnos!
Mientras el funcionario se alejaba, miré por la ventana los edificios muertos y las calles desiertas de la ciudad, que terminaban, más allá, en las arenas de una playa. En el mar, sentado y agitando pesadamente las piernas, yacía el bebé gigante. Su cabeza llegaba al cielo encapotado, aunque ningún nubarrón alcanzaba a cubrirla. De su boca brotaba una baba densa que caía lentamente sobre su pecho. Vestía únicamente un pañal desechable adecuado a su tamaño. Mientras lo miraba, el infante derribó un edificio de un manotazo y empezó a chillar. Sus quejidos eran tan terribles que me cubrí las orejas con las manos para evitar que mi cerebro estallara en pedazos.
—¡Busquen en las cajas de medicamentos! ¡Registren todo, rápido! —anunció un bombero a través de un parlante, acercándose a mí y halándome del brazo—. ¡Isaac! ¿Qué haces aquí? ¡Ve a buscar el chupón!
Un retumbante chillido del bebé gigante hizo vibrar fugazmente las paredes del local. Corrí hasta el pasillo de juguetes (curiosamente, yo era la única persona allí), tomé la primera caja que tuve cerca y la abrí. Esta contenía rosas blancas y rojas, algunas de ellas todavía unidas al tallo; otras sueltas, con algunos pétalos caídos. Sin embargo, la fragancia de esos brotes de belleza me embriagó, perfumó mi olfato con un aroma joven, como de tierra mojada o de hierba recién nacida. La textura de aquellas rosas era tan frágil y suave que no pude evitar darles un beso.
—¡Isaac, este no es momento de hacer pendejadas! —me gritó el vigilante del lugar, que pasó corriendo por el fondo del pasillo—. ¡Encuentra el chupón!
—¡Eso intento! —me quejé.
Sintiéndome algo ebrio, dejé la caja de rosas a un lado y tomé la siguiente. La destapé y tuve que soltarla al instante, pues contenía mariposas azules y amarillas que enseguida echaron a volar. Se quedaron revoloteando a mi alrededor unos instantes y luego se dispersaron por el establecimiento. Ya empezaba a cansarme cuando tomé una tercera caja. Al abrirla, lo primero que pensé fue que estaba vacía, pero entonces noté que dentro de ella había una seca hoja de árbol, marchita y solitaria. Me limité a contemplarla un momento por miedo a resquebrajarla con mi tacto, al tiempo que recordaba, gracias al hallazgo, un otoño, un bosque y una doncella que una vez me hicieron feliz.
De pronto, la tierra empezó a temblar. Inmediatamente, me eché al suelo, cubriéndome la cabeza con las manos. Las columnas del recinto danzaban como odaliscas apocalípticas. Las luces parpadeaban. Escuché cómo las olas del mar impactaban contra las paredes exteriores.
—¡Señores, el bebé está pataleando! —gritaba alguien—. ¡Por el amor de Dios, que alguien le dé el bendito chupón de una vez!
La turbulencia cesó. Mientras me ponía de pie y corría hacia la salida, vi a dos chicas que se besaban apasionadamente entre la multitud del pasillo de cosméticos.
—¡Ay, ya! —exclamó una señora canosa que salió del área de lencería y que caminaba con paso decidido hacia la calle. Llevaba un osito de peluche en una mano—. ¡Aquí no hay ningún chupón! ¡Que se conforme con otra cosa!
Dicho eso, salió del supermercado. Todos nos agolpamos en las puertas y la vimos caminar rápidamente hasta la playa y arrojar el peluche al mar. Entonces el bebé gigante bajó la mirada, vio a la señora primero y al peluche después, y luego se empezó a reír. Nosotros, aliviados, empezamos a expresar palabras de satisfacción, mientras el bebé aplaudía y arriba, alrededor de su cabeza, el cielo se despejaba y un sol resplandeciente lo iluminaba todo.
Finalmente, cuando ya me disponía a marcharme a casa, se me acercó un amigo cuya presencia no había advertido hasta el momento y me dijo:
—Chamo, ¿y ahora qué hago con esto? —y me mostró en su mano, perfecto e inmóvil, un chupón de bebé—. Acabo de encontrarlo.
—Ya no importa —le contesté.
—Bueno, bebamos un poco para pasar el susto —dijo, guardándose el chupón en un bolsillo y alcanzándome una botella de rebosante cerveza.
—No, gracias; no me gusta —le dije.
—¿Y qué? —replicó—. La idea es que me acompañes.
—Bueno —dije, sujetando la botella, que estaba muy fría—. Pero solo me tomaré una.
Mi amigo se echó a reír y sacó otras cuatro botellas de una nevera cercana. Luego, avanzamos juntos hacia la salida, mientras el bebé gigante, aún sentado en el mar junto al peluche flotante, empezaba a dormirse oscuramente, envuelto en suaves pinceladas de las primeras sombras del crepúsculo.
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