EL BUSCÓN: Las máscaras de Gilgamesh (I). Por Isaac Morales Vargas

El mito de Gilgamesh es una de las creaciones humanas más poderosas que existen. Prueba de ello es que cualquiera lo conoce, y todo lector se ha identificado con él de algún modo. No obstante, casi nadie lo señala por su nombre ni por su forma más primitiva, pues el mito se pasea con múltiples máscaras por todas las culturas del mundo. A continuación, veremos cómo el legendario rey babilónico es una figura tan inmanente al género humano como el amor platónico o la idea de Dios.

            Al margen de fuentes históricas, sabemos que Gilgamesh es el personaje central de la gran epopeya homónima, cuya primera versión fue compuesta en Mesopotamia, hace más de 3.500 años. El poema narra las aventuras del héroe en busca de la inmortalidad. Sin embargo, dicha búsqueda termina en el fracaso, pues Gilgamesh comprende que, a pesar de ser un semidiós, su destino es la mortalidad. Es curioso que, después del Código de Hammurabi, la obra más difundida y estudiada en todo el imperio babilonio fuera el Poema de Gilgamesh; en las escuelas, los niños debían memorizar largos pasajes verso a verso; no se sabe todavía, y tal vez nunca se sabrá, cuántos poetas anónimos intervinieron en su composición.Cabe preguntarse, entonces, ¿cómo es que aquellas gentes sentían una gran admiración por un prototipo de la derrota? La respuesta es que fue precisamente el fracaso lo que hizo inmortal al mítico personaje. Ahora veamos en qué consiste esa gloriosa derrota.

            La historia comienza —tras un prólogo que es, más bien, una obertura poética— presentándonos a Gilgamesh como el tirano absoluto de la ciudad-estado de Uruk. La población, por su parte, sufre los abusos del rey sin poder hacerle frente de ninguna manera. Son los sacerdotes quienes, al borde de la desesperación, claman a los dioses en busca de socorro, y estos, después de ciertas deliberaciones, toman una decisión algo previsible, pero muy conveniente desde el punto de vista narrativo: crearán un hombre que sea más poderoso que el propio rey de Uruk para que se le oponga y lo domine.

            La tarea se le encomienda a Aruru o Mah, diosa madre babilonia y creadora de Gilgamesh. Es ella quien, desde el cielo, arroja un puñado de barro a la tierra y da origen a Enkidú, un hombre corpulento y peludo, más parecido a un oso que a un ser humano. Este personaje salvaje, después de sufrir un proceso que lo transforma en un ser civilizado, al fin conoce al tirano. Ambos se enfrentan cuerpo a cuerpo en un verdadero duelo de titanes, hasta que Enkidú prevalece y su adversario reconoce que ha sido derrotado. Desde entonces, los dos héroes se aman como hermanos y se hacen inseparables.

            Esa amistad —es decir, ese amor— lleva a los amigos a emprender juntos diversas aventuras, de las cuales la más trascendental es la penúltima, el combate contra Humbaba. Dicha criatura mitológica, espantosa y dotada de voz humana, aunque es finalmente vencida por los héroes, todavía tiene tiempo de maldecirlos mientras agoniza, lo que provoca poco después la muerte de Enkidú. Para Gilgamesh, la pérdida del amigo es tan profundamente dolorosa que le hace concebir una idea insólita: su propia muerte. Preso de una angustia por remediar semejante destino, se propone encontrar la manera de vivir para siempre.

            Ahora bien, ya en tiempos anteriores a la composición de la obra existía en Mesopotamia el mito de Utanapíshtim, el Noé babilonio. Era este un sobreviviente (junto con su esposa) del diluvio universal, al que los dioses le habían concedido el don de la inmortalidad, llevándolo a vivir, literalmente, al fin del mundo. Así pues, Gilgamesh ve en él su única esperanza de salvación, de modo que atraviesa toda la tierra, superando múltiples adversidades, hasta que finalmente logra estar en su presencia. Entonces sobreviene la terrible verdad: solo los dioses deciden quién más será inmortal, y no hay manera de forzarlos. Por lo tanto, Gilgamesh debe abrazar la posibilidad de la muerte y regresar a su país.

            Pero el héroe vislumbra un consuelo en su desgracia. La esposa de Utanapíshtim, conmovida por los esfuerzos y la desilusión de Gilgamesh, intercede por él ante su esposo y logra que éste le obsequie la Planta de la Juventud. Ya que el semidiós no alcanzará su ambición, al menos podrá prolongar su existencia mucho más que ningún otro ser que vive sobre la tierra. Con ese don en su haber, se dispone a emprender el viaje de regreso a Uruk, pero antes quiere recuperar fuerzas. Un día, mientras se baña plácidamente en una laguna de agua cristalina, la Serpiente Primordial —quien es la encarnación del mal— le roba la Planta y escapa. Luego, el héroe marcha a casa, frustrado y con las manos vacías.

            Finalmente, el rey llega a Uruk y hace grabar el relato de sus aventuras en una gran estela de piedra, con el fin de inmortalizar su nombre y educar a las futuras generaciones de hombres. Así termina la narración, la representación literaria, de lo que podríamos llamar un arquetipo: el del individuo que persigue una imposibilidad. El fervor de atrapar una quimera bien puede ser la travesía del rey babilonio que procura hacerse inmortal, como puede ser el anhelo de Sócrates de que los hombres cuestionen todos los aspectos de la realidad, o el infatigable esfuerzo de Confucio por formar un emperador filósofo. Todas ellas han sido guerras perdidas de antemano, pero han sido guerras, también, que expresan vivamente cuán lejos pueden llegar los hombres que vuelan en pos de sus sueños.

            En nuestro próximo artículo, analizaremos una de las máscaras literarias a través de las cuales Gilgamesh se ha dado a conocer en el mundo entero: el mito homérico de Aquiles.



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