CUENTOS: «Camilo y Octavio». Por Isaac Morales Vargas

Gardner

En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

Jorge Luis Borges, Las ruinas circulares.

I

            Había una vez un pastor cristiano llamado Camilo. Era el último de un antiguo linaje de líderes protestantes, a pesar de lo cual le iba muy mal en su ministerio: tras muchos años de predicar su fe recorriendo las calles de la ciudad, no lograba convencer a nadie. Además, los dos únicos fieles de la congregación ya no frecuentaban el templo. Mientras uno de ellos prefería obedecer a Dios en casa, el otro, desgraciadamente, agonizaba en una cama de hospital, de modo que el pastor estaba hondamente frustrado y andaba siempre silencioso y cabizbajo.

Pero también había un impulso secreto que alimentaba el abatimiento de Camilo: el sueño de ser futbolista. Cuando nadie lo veía, el pastor empezaba a divertirse con un desgastado balón de fútbol que conservaba desde su niñez; hacía varios trucos con las piernas, el pecho, la espalda y la cabeza, de manera que tenía un amplio repertorio de combos creados por él mismo. Sin embargo, se fatigaba demasiado pronto, pues ya era viejo y extremadamente sedentario.

—Es muy tarde para que quiera ser deportista—se dijo una noche—. ¡Bah! Mejor me ocupo en leer mi Biblia…

Y, tumbado en su cama, empezó a leer el libro, pero enseguida se quedó dormido. Entonces soñó que se encontraba en un inmenso estadio de fútbol, inmerso entre los eufóricos hinchas que colmaban las graderías. Múltiples fuegos artificiales, de diversos colores, estallaban con estrépito en el cielo nocturno. Una lluvia de papelillo de colores alegres caía sobre el campo, en donde los integrantes de un mismo equipo saltaban excitados alrededor de su capitán. De pronto, este último subió sobre un podio y alzó entre ambas manos una gran copa dorada. Aunque Camilo estaba sentado en primera fila, no lograba distinguir el rostro de aquél jugador, como si un gigantesco bloque de hielo se interpusiera entre ambos, pero mientras mantenía fija la mirada, aquellos rasgos difusos fueron definiéndose, condensándose vertiginosamente, hasta que se concretaron en una imagen inverosímil: el capitán del equipo era idéntico a Camilo, solo que unos cuarenta años más joven. En ese momento, el público invadió el terreno de juego para felicitar a los campeones, así que el pastor, entusiasmado y turbado a un tiempo, fue a encontrarse con su otro yo.

—¡Te felicito! —le dijo Camilo al campeón cuando lo tuvo enfrente—. ¡Has logrado en tu juventud lo que yo no he podido conseguir en toda mi vida! ¡Debes estar feliz!

—La verdad es que estoy muy triste —confesó el otro, bajando la mirada—. Sé que no soy más que una fantasía. Yo quisiera ser un hombre.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —preguntó Camilo.

—¡Déjame salir de este sueño! —pidió el campeón—. ¡Es lo único que necesito!

—Está bien, hermanito —concedió Camilo, poniéndole una mano en el hombro—. Puedes salir ahora mismo, si quieres.

—¡Muchas gracias! —exclamó el otro, dándole un enérgico abrazo a Camilo.

De inmediato, el pastor se despertó. Como había pasado todo el día en ayunas, estaba muy débil, de modo que abandonó la cama, consumió una cena ligera y luego volvió a acostarse. Suavemente, se durmió, pero ya no volvió a soñar.

Durante los meses que siguieron, Camilo empezó a palidecer y adelgazar aceleradamente, aunque, por lo demás, su salud estaba intacta. Lo que más le preocupaba era acercarse más a Dios y ser un buen pastor, de manera que vendió el apartamento en el que vivía y empezó a habitar el modesto templo; estaba allí día y noche, orando y ayunando, con el corazón dispuesto a recibir al primero que entrase. No obstante, los pocos vecinos que pasaban frente al recinto, miraban el interior con desconfianza.

—¡Ese pastor parece una momia! —comentaban unos.

—El pastor ya murió —aseguraban otros—. ¡Lo que habita esa iglesia es un fantasma!

Hasta que un domingo, por fin, alguien se atrevió a entrar en el santuario.

—¡Camilo! ¿Cómo estás? —saludó el visitante, quien vestía un elegante traje de cuello abierto que dejaba relucir una gruesa cadena de oro—. ¿Por qué me miras así? ¿Acaso me habías olvidado?

Camilo se hallaba estupefacto.

—¡Esto es absurdo! —farfulló, por fin—. ¡Largo de aquí, demonio!

—¡Ja, ja, ja! —rió alegremente el desconocido—. ¡Sí, soy quien crees que soy! ¡Me autorizaste a saltar a la realidad y, ahora, heme aquí! ¿Acaso no es magnífico?

—¡Me estoy volviendo loco! —vociferó Camilo, con los ojos muy abiertos—. ¡Es imposible!

—Ya, tranquilízate —aconsejó el otro, con una sonrisa—. Si el Mar Rojo se pudo abrir en dos, ¿por qué un hombre ficticio no puede llegar a ser real?

—¡Sí, eres tú! —soltó Camilo—. ¡Dios mío, apenas puedo creerlo!

—¿Puedo sentarme?

—Por supuesto, siéntate —invitó Camilo—. ¡Qué alegría, hermanito! ¡Veo que luces jovial, como una celebridad!

—Gracias —respondió el otro, sentándose en el púlpito—. Como puedes ver, ya no soy una apariencia, sino un hombre poderoso. Y todo, gracias a ti, así que he venido a recompensarte; no puedo estar tranquilo sabiendo que sigues en la pobreza.

—¡Tonterías! —exclamó Camilo, con un ademán desdeñoso—. Más bien, ¡cuéntame qué ha sido de tu vida en todo este tiempo!

—No me creerías… Me han pasado muchas cosas…

—Pero, al menos, cuéntame lo más relevante —pidió Camilo—. ¡Ha de ser una historia extraordinaria!

—Y lo es, efectivamente —confirmó el otro—. Fíjate que la noche en que abandoné tu sueño aparecí en medio de una calle, completamente desnudo, pálido y raquítico.

—¡Pobrecito! —se apiadó Camilo—. ¿Y cómo hiciste luego para conseguir ropa y alimento?

—Vagué por la ciudad procurando comunicarme con los pocos transeúntes que encontraba, pero fracasaba una y otra vez; yo les hablaba, pero no podían oírme; me situaba frente a ellos, pero no podían verme; yo intentaba tocarlos, pero mis manos los atravesaban, como si yo no fuese más que un espectro. ¡Era horrible!

—Es curioso —comentó Camilo—; aunque soy un ser humano, he sido radicalmente ignorado por mi prójimo muchas veces… Pero, en fin, continúa tu relato.

—Andando así —prosiguió el otro—, llegué a una avenida donde al fin encontré a una persona capaz de interactuar conmigo. Era un mendigo, un buen hombre. Me vistió con uno de sus harapos y me regaló algunos restos de cajas de cartón para no morir de frío. Los transeúntes le tomaron por loco, pero él los ignoraba.

—¿Por qué no acudiste a mí? —preguntó Camilo—. Yo te habría acogido como a un hermano.

—¡Porque no sabía cómo encontrarte! —alegó el otro—. ¡Además, no sabía qué hacer,  mi mente estaba en blanco!

—Entiendo, entiendo. ¿Y qué pasó después?

— El mendigo me alimentó como pudo, así que empecé a robustecerme, a pesar de que yo seguía luciendo más pálido que un cadáver. De ese modo, pasaron varias semanas hasta que un día le comenté que yo sabía jugar fútbol. Entonces me llevó a un estadio desierto y me regaló una canica. ¡Nada más pisar el campo de juego, empecé a dominarla con los pies! ¡Y me sentí enardecido, Camilo! ¡Fue como si apenas en ese momento hubiese empezado a existir realmente!

—Ese es un modo noble de abandonar el anonimato en nuestra sociedad —opinó Camilo—, destacándose sobre los demás con un gran talento. Prosigue.

—Mientras dominaba la canica —continuó el otro—, un cazatalentos que pasaba por ahí me vio y quedó maravillado. ¿Para qué te contaría los pormenores de lo que pasó a continuación? En un parpadeo me vi transformado en futbolista profesional del mejor club de todos los tiempos. Ya he ganado tres títulos mundiales.

—¡No tengo palabras para expresar lo que siento ahora! —exclamó Camilo, sofocado—. ¡Eres mi sueño hecho realidad!

—Bueno, en realidad ya no soy tu sueño —corrigió el otro, arrastrando las palabras—. Te digo que ahora soy un hombre. Es más, hasta tengo un nombre que yo mismo me he puesto: Octavio.

—Octavio —repitió Camilo—. Debes de ser conocido en todo el mundo.

—Y así es. Lo sabrías si salieras de esta cueva —añadió Octavio, mirando con recelo a su alrededor.

—¡Espera, sé más respetuoso! —exclamó Camilo—. ¡Aunque esté mugrienta, esta es mi casa y la casa de Dios!

—Ya lo sé —dijo Octavio, fastidiado—, por eso quiero sacarte de aquí… ¿Qué dices? ¡Vivirás en mi mansión, nunca más conocerás la pobreza!

—No sé… —decía Camilo, mirando al suelo—. Debo pensarlo…

—¡Excelente! —celebró Octavio, poniéndose de pie—. ¡No hay tiempo que perder, nos vamos ahora mismo!

Y Camilo, sin detenerse a considerarlo siquiera, como si por años hubiese estado esperando una oportunidad semejante, avanzó hacia la calle sin mirar atrás. Salió del templo con Octavio y se quedó boquiabierto al ver que ya los esperaba una magnífica limusina, tan lujosa y resplandeciente como no la había visto ni siquiera en el cine.

—Adelante, señor —invitó un impecable chofer que con blancos guantes le abrió a Camilo la puerta del vehículo—. Le deseo un feliz viaje.

—Muchas gracias —dijo Camilo, tímidamente.

Apenas abordó el automóvil, Camilo se sintió hondamente impresionado por la comodidad del compartimiento. Los sofás eran muy suaves, como recubiertos de mullido pelo de conejo, con un amplio espacio entre ellos. La temperatura era reconfortante y un ligero aroma de fresa lo envolvía todo.

—¿Te gusta? Pues es lo que te mereces —le dijo Octavio a Camilo, mientras se instalaba frente a él—. Por cierto, en una ocasión como esta no puede faltar el brindis.

Y enseguida, desde el respaldo del sofá de Octavio, se extendió una bandejita transparente con una botella de champaña y dos copas. Camilo, sin saber exactamente por qué, se empezó a reír. Octavio destapó la botella, sirvió y le dio una copa a su acompañante.

—¡Por la vida! —dijeron al fin.

Mientras se dirigían a la mansión de Octavio, Camilo estaba cada vez más contento. Siempre había pensado que las riquezas eran malignas, cosas de gente codiciosa, ¡pero aquello era tan agradable! ¿Qué podía haber de malo en gozar un poco? Al degustar la champaña, tuvo la sensación de que la limusina, más que correr, flotaba sobre el asfalto, y cuando miraba por la ventana notaba cómo los transeúntes le dirigían miradas de asombro y envidia. Por primera vez desde su remoto egreso del Instituto de Teología, sentía que era alguien realmente importante.

Así, ingresaron en una calle que Camilo ni siquiera sabía que existía. La calzada estaba flanqueada por rejas de oro, detrás de las cuales se extendían verdes campos que desembocaban en casas altas y suntuosas.

—Esa es mi mansión —informó Octavio, señalando con el dedo a la casa más grande de todas.

—¡Parece un palacio! —comentó Camilo.

—Pues, desde ahora, ese palacio también es tuyo —completó Octavio, con una sonrisa.

Cuando atravesaron la verja correspondiente, Camilo supo que jamás saldría de aquél lugar; su intuición le decía que, más que entrar en una casa, se adhería a un mundo que hasta entonces le era enteramente desconocido, pero al que invariablemente estaba destinado.

Esa misma tarde recorrieron la propiedad de Octavio. Pasearon por los campos de golf, examinaron los caballos, ojearon la piscina y visitaron el zoológico. Después, ya anocheciendo, caminaron por el gimnasio, el casino y la discoteca, espacios que en ese momento solo estaban ocupados por los sirvientes. Y luego, al entrar por fin en la casa, ¡cuánto esplendor había! El techo, las paredes y el suelo eran todos de mármol. El mobiliario era de cuero negro con bordes de bronce. También se erigían por todo el recinto estatuas de cera que representaban a Octavio en tamaño natural, y en los pasillos y habitaciones había fotografías suyas donde aparecía, siempre solo, en diversas posturas y con distintos atuendos. La única parte de la mansión que ni Camilo ni Octavio quisieron visitar fue el salón de futbolito.

—Sería divertido que nos batiéramos con el balón tú y yo, Camilo —dijo Octavio, una vez que estuvieron en la habitación destinada al huésped—, pero después habrá tiempo para eso… Estoy cansado y quiero reponer fuerzas para mi entrenamiento de mañana.

—¡Esto es demasiado para mí! —exclamó Camilo—. ¡Siento que no lo merezco!

—Bueno, ya basta de palabras modestas —dijo Octavio—. Considera esto como unas vacaciones. Después de algún tiempo, podrás regresar a tu iglesia, si quieres.

—¡Gracias, hermanito! —dijo Camilo, y le dio un enérgico abrazo a Octavio.

Los días sucesivos fueron de máxima intensidad y placer para Camilo. Unas veces, salía temprano a cabalgar por el campo, después de lo cual engullía un copioso desayuno. Luego, iba al zoológico y posteriormente pasaba el resto del día en la piscina, enriqueciendo su nado con mojitos o con piñas coladas. Pero otras veces, para variar, repartía la mañana y la tarde entre el golf (que aprendió fácilmente a jugar) y el gimnasio; se esforzaba mucho en mejorar su rendimiento en los aparatos de multifuerza, pues a pesar de sentirse completamente saludable, no había dejado de adelgazar ni de palidecer un solo instante. Aunque, a decir verdad, Camilo estaba tan ocupado en procurarse alegrías que aquella inquietud solía serle tan trivial como pasajera. Especialmente, cuando experimentaba su mayor deleite: la pasión por la vida nocturna. ¡Era como si Camilo jamás se agotara! Pasaba horas enteras jugando en la ruleta o sumido en continuas partidas de póquer. Ganaba con frecuencia en ambos pasatiempos y, cuando perdía alguna apuesta, era la casa quien pagaba a los vencedores. Más tarde, ya en plena madrugada, ingresaba a su parte favorita de la casa: la discoteca. Entre la vibrante música, los juegos de luces y las chicas bellas que frecuentaban el local, Camilo se divertía a lo grande. Mientras bailaba frenéticamente en la pista de baile, un sirviente le vertía en la boca los licores más intensos, aquellos que excitaban sus sentidos y le hacían sentirse todopoderoso. Con todo, llegó a pensar que la única pieza faltante del rompecabezas de su felicidad era Octavio, quien, siendo el dueño de la mansión y de todo lo que había en ella, apenas le acompañaba en alguna de estas diversiones.

A Octavio solo se le veía en casa por las noches. Jugaba una o dos rondas en la ruleta y se marchaba del casino, argumentando que el entrenamiento del día lo había dejado agotado. Por lo tanto (y exceptuando la presencia de los sirvientes y de los visitantes nocturnos), Camilo pasaba en solitario la mayor parte del tiempo en aquella mansión. Para remediar el sentimiento de abandono que empezaba a despertarse en él, una noche se ofreció a acompañar a Octavio en sus ejercicios.

—¿Para qué? —fue la réplica de Octavio—. Solo te aburrirías.

—¿Y si vamos un día al cine o salimos de excursión? —insistió Camilo—. ¡En el mes que llevo viviendo en esta casa, no has tenido un solo día de descanso!

—Pero, ¿qué te sucede? —repuso Octavio, de mal humor—. ¿Para qué quieres salir de aquí? ¿Acaso no tienes todo lo que deseas? Mira —añadió, suavizando el tono—, búscate una novia. Escoge a cualquiera de las chicas que siempre vienen a la discoteca y te sentirás mejor, ya verás.

Camilo se inquietaba cada vez más. Había permitido que Octavio lo sedujera desde el comienzo por considerar que se trataba de una simple muestra de gratitud, un anhelo de proximidad de la obra hacia su creador, y nada más. Pero ahora no estaba seguro; ¿por qué era tan grave querer salir de la mansión? Fugazmente, pensó que tal vez él estaba siendo secuestrado. Casi de inmediato, intentó desechar esa idea siniestra, pero siguió torturándose con ella durante días hasta que ya no pudo soportarlo. Entonces, quiso tantear a Octavio, así que le dijo:

—Hermanito, cada vez estoy más pálido y flaco. Necesito pasar una temporada en la playa, bajo el sol.

—Aquí hace mucho sol —repuso Octavio—. Ya sabes que hay bastante campo. Puedes echarte todo el día sobre el césped, si quieres. Cuando te sofoques, báñate en la piscina.

—Claro, tienes razón.

Ese breve cruce de palabras constituyó para Camilo la más inequívoca declaración de su cautividad. Ahora sabía que él no era un huésped, sino un prisionero. Pero un prisionero voluntario; por un lado, quería liberarse de aquella vida que ya empezaba a hastiarle, pero, al mismo tiempo, sentía el deseo de perpetuarla; Octavio le inspiraba una secreta danza de pasiones donde se enlazaban sutilmente la ternura, la desconfianza y la gratitud, sumiéndolo en una parálisis inexplicable, una suerte de hechizo. ¿Qué era todo eso que ahora sentía y quién era aquél sujeto que lo generaba? ¿Quién era, qué era, realmente, Octavio? Sin poder resistir más aquél estado de confusión interna, Camilo decidió investigar a su captor.

Una tarde, ingresó por primera vez a la habitación de Octavio y la examinó con sumo cuidado. La cama, el escritorio, los muebles, todo parecía muy normal, pero justo cuando se giraba para salir, notó que una de las gavetas del escritorio no estaba del todo cerrada. Unos bordes de papel periódico sobresalían apenas por una rendija. Temiendo ser descubierto por algún sirviente, abrió rápidamente la gaveta. Contenía periódicos viejos. Camilo los hubiese soltado tan rápido como los tomó, si no fuese por un título que llamó poderosamente su atención: Asesinado por una ficción. Camilo sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Sacó el periódico respectivo de la gaveta y lo desplegó ante sus ojos. La noticia ocupaba las páginas centrales. Al encabezamiento, le seguía el siguiente subtítulo:

 “Aunque el homicida asfixió a la víctima con sus propias manos, no se han conseguido huellas dactilares ni ningún rastro del asesino. El crimen parece ser obra de una especie de fantasma. Las autoridades presumen que se trata de un tipo de brujería muy avanzada.”

Inmediatamente después de estas palabras, aparecía la foto de un cadáver vestido con harapos, que sin embargo lucía una gruesa cadena radiante en el cuello. El rostro estaba cubierto por completo con un pañuelo. Y, debajo de la imagen, Camilo leyó otro subtítulo:

“El magnate se hacía pasar por mendigo. Al parecer, su verdadera identidad solo era conocida por sus pocos sirvientes. Días antes de ser ultimado, nombró heredero único de su enorme fortuna a un misterioso joven llamado Octavio.”

A Camilo le latía el corazón con tanta violencia, que le pareció que en cualquier momento le saltaría del pecho. No pudo seguir leyendo. Procuró dejar todo como lo había encontrado y regresó sigiloso a su habitación. Tras echarse en la cama, se quedó mirando el techo un momento, sin saber qué hacer. Pensó: De modo que no era un mendigo, sino un magnate. Por fin, después de serenarse un poco, resolvió encarar a Octavio.

Por la noche, durante la cena, Camilo miró detenidamente a su captor y experimentó una sensación desagradable; Octavio era robusto, de mejillas sonrosadas y mirada ardiente, como si estuviera desarrollándose pero no hacia la madurez, sino hacia un oscuro —o, más bien, luminoso— punto óptimo de vitalidad; mientras que Camilo, por su parte, ya parecía un espectro. Y dado que la mesa del comedor era medianamente larga y ellos estaban sentados en extremos opuestos, Camilo sintió que estaba mirándose en un espejo burlón. De todos modos, dijo:

—Octavio, ¿cuándo tendrás tu próximo partido?

—No recuerdo —respondió Octavio—. ¿Por qué lo preguntas?

—Nunca te he visto jugar —explicó Camilo, encogiéndose de hombros—. Por cierto, la vez que me contaste de tus primeros días como hombre, olvidé preguntarte: ¿has vuelto a saber algo del mendigo?

—El mendigo… —repitió Octavio, como si intentara recordar—. Bueno, él ya murió. Murió hace años.

—¿Y cómo murió? —indagó Camilo, mientras cortaba en pedacitos con los cubiertos una rebanada de pernil que tenía en el plato.

—Ya no recuerdo —repitió Octavio, también cortando en pedacitos su propia rebanada de pernil—. Ha pasado mucho tiempo…

—Sí, ya me extrañaba no haberlo visto por aquí —dijo Camilo, con la mirada fija en Octavio—. Como ese hombre fue el único que te socorrió en un momento de necesidad, tú le habrías recompensado trayéndolo a vivir en esta casa; sé que eres una persona muy agradecida.

—Como dije, él ya murió —reiteró Octavio, soltando bruscamente los cubiertos.

—Que descanse en paz —dijo Camilo, levantándose de la mesa—. Bueno, me retiro a dormir.

—¿A dormir? ¿No irás al casino?

—Esta noche, no —declaró Camilo—. Ya el casino me aburre, y tengo sueño.

—Tranquilo, mañana terminará tu encierro. Que descanses.

Camilo se fue a su habitación sin decir palabra. Entró en ella y se echó sollozando en la cama. Tranquilo, mañana terminará tu encierro. Esa era una sentencia de muerte, pero él de ningún modo se dejaría asesinar… Empuñó con firmeza el cuchillo que acababa de hurtar de la mesa del comedor.

—Yo mismo acabaré este juego diabólico —murmuró—. Mandaré a Octavio de vuelta al mundo de los sueños.

II

      Al día siguiente, a pesar de la determinación que había tomado la noche antes, Camilo quiso fugarse de la casa. De todos modos, salió de la habitación con el cuchillo oculto entre su ropa. La mansión estaba tan silenciosa como si él fuese su único habitante. Atravesó el pasillo superior, bajó de prisa la escalinata que conducía al vestíbulo y corrió hasta la puerta principal, pero la encontró no solo cerrada, sino asegurada con múltiples candados y con las cerraduras completamente selladas.

       —Gánate el derecho a salir de aquí, Camilo.

       La voz de Octavio había llegado hasta el vestíbulo desde el piso superior. Al girarse, Camilo vio a su carcelero de pie en lo alto de la escalinata.

       —Gánate ese derecho en duelo conmigo… En la cancha —añadió Octavio, haciendo girar sobre su índice un balón de futbolito—. Sígueme.

       Octavio bajó la escalinata con asombrosa rapidez y se adentró por el pasillo inferior de la casa. Camilo, aunque receloso, lo siguió. Sin decir palabra, caminaron hasta la última puerta del corredor y descendieron una rústica escalerita de cemento. Al llegar al fondo, Camilo miró extrañado a su alrededor y exclamó:

       —¡Esto no es un salón de futbolito, sino un sótano!

       Era una estancia absolutamente gris y débilmente iluminada; dos bombillos incandescentes que colgaban del techo esparcían su luz por paredes y suelo de cemento. Sin embargo, el recinto tenía la extensión apropiada para jugar fútbol de salón, con dos pequeñas arquerías ubicadas en extremos opuestos.

       —¿Con cuántos goles quieres perder, Camilo? —preguntó Octavio, y su voz resonó en el recinto con múltiples ecos, que disminuyeron progresivamente de intensidad, sin desaparecer del todo.

       —Hagámosle honor a tu nombre: que gane quien haga ocho goles —dijo Camilo, y también su voz resonó innumerables veces, como perdiéndose en el aire, pero sin desvanecerse por completo.

       —Te ganaría hasta ochenta veces ocho —afirmó Octavio, entre los ecos—, pero no quiero humillarte tanto. Empecemos.

       Sortearon quién comenzaría en posesión del balón, y la suerte favoreció a Camilo. Este último, tan solo con el primer toque, le hizo un túnel a Octavio y anotó el primer gol. Enseguida, Octavio estuvo en posesión de la pelota, pero apenas logró avanzar y disparar una sola vez contra la arquería de su adversario, errando el tiro. Entonces Camilo dominó de nuevo la bola y rápidamente eludió a Octavio, marcando el segundo gol.

       —Típico, suerte de principiante —dijo Octavio, y escupió en el suelo.

       —Yo no soy ningún principiante en esto —corrigió Camilo, con una sonrisa.

       Cinco minutos después, la partida avanzaba con siete goles por cero, a favor de Camilo, quien entonces empezó a regodearse en su ventaja: se dejaba quitar el balón y enseguida lo recobraba; erraba deliberadamente los tiros a la arquería del oponente; le hacía sombreritos a Octavio; se reía a carcajadas.

       —Creo que tendré que hacer un autogol —dijo Camilo, con expresión de burla, mientras dominaba la bola—. Me das lástima, hermanito.

       —Bueno, para algo tienes que servir —replicó Octavio, exhausto y ceñudo—. Como no eres más que un inútil fracasado, me alegra que por lo menos sepas patear una pelota.

       —Sí, ¿verdad? —repuso Camilo, apenas audible—. Y como tú eres mejor que yo,  asesinas a un magnate con complejo de mendigo, asegurándote de heredar su fortuna.

       El balón rodó hasta una pared y allí quedó, solitario. Solo se oían los ecos mezclados, como débiles murmullos, de las voces de Camilo y Octavio.

       —Mientras no haya pruebas, seré inocente —declaró Octavio—. Y nunca las habrá. ¿Quién puede inculpar a alguien que no ha existido?

       —¡Señor Octavio! —exclamó de pronto un sirviente que había entrado al recinto sin ser advertido—. ¿Qué hace usted despierto a esta hora? ¡Ya sabe que es peligroso!

       —¡Lárgate, imbécil! —le ordenó Octavio.

       —¡Señor, por favor! —insistió el sirviente—. ¡Vaya a su habitación de descanso!

       —¡Que te largues! —vociferó Octavio, corriendo a donde estaba el sirviente, quien enseguida huyó espantado.

       —Ni siquiera eres futbolista, ¿no es así? —dijo Camilo después de una pausa, mirando a Octavio—. Aquella historia ridícula del cazatalentos que te vio dominar una canica, de que has ganado títulos mundiales… Todo es una gran mentira que has elaborado para tenerme aquí, bajo tu poder.

       —Solo quería vigilarte mientras me fortalecía —explicó Octavio, con mirada de triunfo—. Pero hoy, justo ahora, entre estas paredes, al fin llegaré a ser un hombre, y ya no te necesitaré.

       — Eres la mayor decepción de mi vida. No te mereces un lugar en la realidad—dijo Camilo y, con manos temblorosas, sacó el cuchillo de su ropa.

       —¡Bravo, bravo! —celebró Octavio, aplaudiendo—. ¡He aquí al pastor cristiano dispuesto a matar! Pero no podrás hacerlo. ¿Sabes por qué, Camilo? ¡Porque eres un completo inepto! ¡Solo mírate! ¿En dónde se ha visto a un pastor sin ovejas? ¿Ah? ¿Y qué me dices de los cuarenta días que has pasado aquí, emborrachándote, besuqueándote por las noches con hombres y mujeres que ni conoces? ¿O, acaso, crees que no me entero de lo que sucede en mi propia casa? ¡Tú eres un hombrecito sin fe, un hipócrita! ¡Lo único verdadero en tu vida he sido yo, tu único logro he sido yo! ¡Vamos, admítelo! ¡Tú quieres ser yo!

       —¿Crees que eres el único con una lengua venenosa, maldito? —replicó Camilo, entre lágrimas—. ¿Quién puede ser más farsante que tú? Una pobre apariencia que se reproduce obsesivamente en figuras de cera, en fotografías… ¿Por qué lo haces? ¡Porque has querido engañarte fingiendo que existes, porque eres tú quien quiere ser yo! ¡Escúchame bien! ¡Yo, fracasado o como quieras llamarme, soy tu creador, tu padre, tu dios! ¡Puedo conocer la derrota o el triunfo porque realmente estoy vivo, mientras que tú no lo sabes ni lo sabrás nunca porque solo eres un simulacro de hombre! ¡Tú ni siquiera tienes nombre! ¿Comprendes? ¡Solo eres un estúpido simulacro de hombre y no tienes nombre!

       —¡Desgraciado! —rugió Octavio.

       Y, como poseídos por una cólera que llevara mucho tiempo acumulándose y estallara de pronto, cada uno emprendió brutalmente la carrera para encontrarse con el otro. Al colisionar, Octavio sujetó a Camilo del brazo y el cuchillo voló lejos. Ambos cayeron al suelo y lucharon cuerpo a cuerpo un momento, hasta que Octavio logró situarse sobre Camilo, de modo que le clavó las manos en la cabeza, impactándola varias veces contra el suelo, con toda su fuerza, hasta que se escuchó un leve crujido. Camilo pareció perder el conocimiento.

       —¡Ja, ja! ¡Sí! —vociferó Octavio, poniéndose de pie con los brazos en alto—. ¿Te parece que tengo la fuerza de un simulacro de hombre? ¿Ah? ¡Respóndeme!

       —Tú eres un demonio… —murmuró Camilo con los ojos entrecerrados, el pecho palpitándole agitadamente—. Solo eres una pesadilla…

       —¡Yo soy un hombre y me llamo Octavio! —vociferó este, con un fugaz brillo en los ojos teñidos de rojo—. ¿Y sabes qué haré ahora? Tendré mi propio sueño, y en ese sueño tendré una vida donde tú jamás naciste. ¿Qué te parece?

       —¡Octavio, por favor…! —susurró Camilo, con labios cadavéricos—. ¡Por favor, hermanito…!

       —Adiós, Camilo —dijo Octavio, mirándolo con desprecio—. Te deseo un feliz viaje al olvido.

       Y le propinó una patada en la cien, con lo que Camilo terminó por desmayarse. Octavio lo miró por última vez. Camilo lucía casi tan gris como el suelo donde estaba tendido. Todavía resonaban en el recinto los murmullos: ¡Por favor, hermanito…! Sin poder tolerar más aquélla situación, Octavio abandonó la sala y se encaminó con rapidez a su habitación.

       Al entrar en ella, cerró la puerta, como temiendo que alguien más ingresara. Entonces se sentó en su cama y, sin poder evitarlo, empezó a llorar. Octavio no conocía el llanto, así que le pareció que aquél inmenso dolor, que le invadía hasta lo más íntimo de su sensibilidad, era peligroso, como si él mismo se disipara en el aire con cada lágrima y con cada sollozo. Lleno de miedo, reclinó la cabeza sobre las almohadas y se durmió. Entonces tuvo su primer sueño, el sueño que había prometido tener.

       Al despertar por la mañana, estaba muy débil y tenía un leve dolor de cabeza. Lo primero que hizo fue visitar el sótano de la mansión, que encontró ocupado solamente por dos arquerías muy pequeñas, un balón de futbolito y un cuchillo arrojado en el suelo. Seguidamente, preguntó a los sirvientes por un huésped, un tal Camilo, pero nadie lo conocía. Octavio concluyó entonces que había tenido una pesadilla demasiado vívida, de manera que se dio un refrescante baño y después desayunó tranquilamente.

       A los pocos días, clausuró el casino, la discoteca y el sótano de la casa. Tiempo después, se casó con una mujer católica con la que tuvo once hijos. Finalmente, se dedicó a ayudar a los pobres de todo el mundo con diversas obras de caridad hasta que murió de viejo.

FIN


[1] Texto registrado en Safe Creative bajo Licencia de Creative Commons 4.0. Número de Registro: 1902129927666.



Categorías:Pulsos

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