
Sueño, esos pedacitos de muerte. ¡Como los odio!
Edgar Allan Poe
El hombre de la imagen parece muerto. Pero no lo está. Lo sé porque me entretuve lo bastante en la vereda de enfrente para ver cómo se bajaban cuatro uniformados de un móvil y se lo llevaban a la rastra.
Ahora bien, también podría tratarse de un caso de magia vudú. Tomemos el ejemplo de Clairvius Narcisse, en Haití, si se quiere. Y que según se cuenta, fue declarado muerto y enterrado como dios manda. Pero al cabo de unos días se levantó de la tumba, como quien despierta de una tranquila siesta en un domingo húmedo y decide dar un paseo para desentumecer los músculos. El muerto viviente diría luego, haber sido obligado a trabajar en campos bajo las órdenes de un amo poderoso y oscurantista. Muchos años después, volvió a su pueblo natal y siguió viviendo con normalidad, hasta su muerte definitiva, claro.
Hace unos días, ya que viene al caso, me sucedió algo similar. Hospedado en un alojamiento provisorio, comprobé que no era el único que aprovechaba las comodidades del lugar: una enorme cucaracha me hacía compañía. Al principio, intenté ignorarla, no les miento. Pero al final me decidí por el exterminio. Munido de una escoba, acometí contra el insecto mientras lo arrinconaba contra una de las paredes de la cocina. Después de unos buenos escobazos asestados con fina puntería, el desagradable bicho quedó patas arriba, ya sin movimiento alguno. Muerta, dije. Pero es tarde y tengo sueño. Mañana, con la tranquilidad de la luz solar, me deshago del cadáver.
A eso de las cuatro de la mañana, dormía a pierna suelta. En el sueño, algo me rozaba el brazo. Un ligerísimo cosquilleo comenzó a subirme por el hombro, pasando luego al cuello, para seguir por la mandíbula. En ese preciso momento desperté. Como adivinarán, la cucaracha me caminaba por la boca. Lo demás, mejor ni contarlo. Que alcance con decir que ya no pude dormir y me largué a otro hotel bastante más lejos.
En fin, que nunca está de más extremar las precauciones. Que para que ciertas cosas no vuelvan del entierro, quizás resulte mejor tenerlas siempre presentes. Al menos, mientras se presume vivir. Que en otra ocasión, a las presunciones de la muerte, ya le dedicaremos algún otro texto como éste.
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