
Hay ocasiones afortunadas en las que como lectores, mientras nos hallamos atrapados en alguna historia, sufriendo con los infortunios o aliviándonos por la salida airosa de algún personaje, nos topamos con aciertos.
Me gusta llamarlos de este modo porque, en medio de la trama, aparecen reflexiones que determinan una posición y casi sin pensarlo, nos encontramos haciendo una pausa para reflexionar sobre aquello que el autor, el narrador o el personaje nos está diciendo. Casi una interpelación, a nosotros lectores anónimos, que elegimos participar de ese momento único y muchas veces solitario, que es la lectura. Joyitas, suelo decir, cada vez que me ocurre.
Tal fue el caso con la lectura de “Mr. Vértigo”, novela escrita en 1994 por Paul Auster (Nueva Jersey-1947) de cuya contratapa extraigo el siguiente fragmento de su sinopsis: “En las calles de Saint Louis, a principios del siglo XX, el maestro Yehudi propone un trato a Walt, un joven huérfano que posee “el don”: si se va con él, le enseñará a volar; si no lo consigue, el niño puede vengarse del engaño cortándole la cabeza. Así comienza una fábula, un viaje, un aprendizaje y una vida.” de más está decir, que grande es la tentación de comenzar a recorrer junto al personaje aquellas líneas, que atrapan de por sí, aunque se sepa de antemano que se tratará entre otras cosas de una imposibilidad humana: volar. ¿Es realmente imposible volar? Tal vez, habría que repensar el término a la luz de otros conceptos para entender que más allá de la magistral escritura del autor y del hecho fáctico de lograr o no el vuelo, Walt y, de algún modo cada uno de nosotros, nos enfrentamos más a menudo de lo que creemos con semejante desafío.
Escribe P. Auster, en plena trama: “Al cabo de diez días nos parecía perfectamente normal comer bien, y al final del mes nos resultaba difícil recordar los días en que no había sido así. Eso es lo que ocurre con la necesidad. Mientras te falta algo, lo ansías sin cesar. Si pudiera tener eso, te dices a ti mismo, todos mis problemas se resolverían. Pero una vez que lo consigues, una vez que te ponen en las manos, el objeto de tus deseos, empieza a perder su encanto. Otras necesidades se afirman, otros deseos se hacen sentir, y poco a poco descubres que estás de nuevo en el punto de partida.” […] “Yo había pensado que esas cosas supondrían una diferencia, pero al final no eran más que sombras, anhelos sustitutorios de lo único que realmente deseaba, que era precisamente lo que no podía tener”.
Maravillosa manera de diferenciar, en el humano, la necesidad del deseo. Pongamos un ejemplo sencillo: todos acordamos que el acto de comer, alimentarnos, responde a una necesidad: el hambre. Ahora, cuando nos sentamos en un restaurante, ansiosos por deglutir, se acerca el mozo amablemente trayéndonos la carta de la casa. Y ahí estamos, eligiendo de un amplio menú qué comer. ¿Qué pasó? La necesidad quedó en el olvido y el deseo atravesó inmediatamente nuestro hambre, porque ya no estamos comiendo lo que sea, sino seleccionando, eligiendo aquél objeto (dentro de una gran variedad) que calmará la primitiva necesidad.
El contrapunto de esto, resalta al observar el comportamiento de los animales, quienes frente a la aparición del hambre, instintivamente, se alimentan de aquello que tengan más cercano. El menú nunca es tan variado ni posee gran variedad de especias, salsas o lo que fuese, que lo hagan más atractivo. El circuito es más corto para ellos, hambre-alimento. Nuestro circuito, pasa necesariamente por la palabra: hambre- dónde, cómo, qué- alimento. Como humanos, estamos atravesados por el lenguaje, nos pre-existe. En tanto seres parlantes, nuestra existencia como seres vivos permanece ajena respecto de lo natural. Ni la función más vital, como lo es comer, procura automáticamente bienestar sino que aparece rodeado de rituales. Por el hecho de hablar, las necesidades biológicas se ven trastocadas, pierden su naturalidad para dar paso a esa otra realidad específicamente humana: el deseo.
Podemos ir un paso más allá de ésta cuestión, para detenernos en el segundo fragmento, él dice: “Yo había pensado que esas cosas supondrían una diferencia, pero al final no eran más que sombras, anhelos sustitutorios de lo único que realmente deseaba, que era precisamente lo que no podía tener”. El deseo, propio del hombre, el deseo inconsciente, es singular, no pertenece a la especie. Es único, de cada quién, y a diferencia de la necesidad no va de la mano con ninguna supervivencia ni adaptación. Es un deseo indestructible, que no se puede olvidar, esencialmente insatisfecho. Y creo que de esto es de lo que da cuenta el personaje de la novela cuando habla de los anhelos que, como sombras, señuelos podríamos decir, sustituyen lo que nombra como “aquello que jamás podrá tener” –alcanzar-, es decir, el verdadero deseo.
¿Y esto por qué? Tal vez, una vez más un ejemplo venga al auxilio del entendimiento: Cuando un bebé experimenta la sensación de hambre, grita, llora. Es otro quien decodifica ese llanto como hambre. Es otro también, quien acude a satisfacer esa necesidad aportándole el objeto que lo calmará. De ese primer encuentro, el infante experimenta una experiencia de satisfacción que suprime su estado de tensión previo. Dicha experiencia deja en el ser hablante, una huella imperecedera, una huella mnémica. Entonces, ¿qué esperará el bebé la próxima vez que sienta hambre? Que esa experiencia se repita, idéntica, a la primera vez. Junto a la experiencia de hambre se desencadena el impulso de volver a encontrar la huella, eso es el deseo.
Como decía, aquello que sucedió, dejó una huella. Será imposible que se reitere idénticamente, por ello se habla de que el deseo no es una función vital a satisfacer, dado que su mismo surgimiento está signado por la pérdida. Podríamos concluir afirmando entonces que el deseo tiende a la huella, no a la satisfacción de una necesidad. Podrán aparecer, allí, “sombras” como dice el autor, “sustitutos”, pero ese primer objeto es, un objeto perdido.
Categorías:Una Ventana al Psicoanálisis
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