
Cinco días de un viento implacable. Jornadas sometidas a la furia incontrolable de un ventarrón que a su paso siembra desolación, impotencia, desasosiego. Un viento impío azota sin cesar un campo yermo y la casa rústica que allí se erige. Corre furioso. Con él hojas y hierbas son arrastradas aquí o allá en una danza desordenada y loca. En el camino un carro, el caballo y quien conduce persisten en una lucha desigual con la naturaleza. El animal mantiene el paso pese a la fuerza del vendaval. Ese desamparado trajinar de hombre y caballo es retratado desde diferentes ángulos, con primeros planos que dan testimonio de su determinación y entrega física. Los planos elegidos permiten que, por el cabeceo incesante del caballo, nuestra vista se cruce con la suya, que desorbitada parece clamar ayuda. Esa generosidad fotográfica, que en ocasiones nace del encuadre elegido y los travelling que siguen la travesía, nos advierte del sudor del animal o la casi fantasmagórica composición que surge del vetusto carruaje avanzando a través del árido paisaje. Los reiterados enfoques, de manera especial los contrapicados que se hacen de la cabeza del caballo y, en particular, de su rostro demudado mientras continua en su esfuerzo de llegar a destino, nos sugieren quién protagoniza la escena.
Cinco jornadas en las que el hambre se mitiga con aguardiente en el desayuno y unas pocas papas hervidas en almuerzo y cena. Mañanas en las que la mujer camina contra la fuerza del viento para llenar los cubos del agua que brota de un pozo situado fuera de la casa. Para buena parte de esos recorridos agobiantes se utilizan travelling que presentan diferencias sutiles: se siguen los pasos desde atrás de la mujer con la cámara situada al costado izquierdo de ella, y para la siguiente se la vuelve a filmar desde atrás, pero con la cámara situada hacia el costado derecho de la protagonista. En los dos casos se trasmite el sacrificio y desamparo de una mujer azotada por el viento, con el cabello revuelto y las ropas alborotadas. Ya con el dispositivo fijo en el marco de la puerta, se produce una mirada distante que al tiempo que protege al observador y sugiere un cierto abandono de la mujer a los embates del mal tiempo. Y una vez más con la cámara fija, otra vez en el marco de la puerta, filma a espaldas su dificultoso caminar hacia el pozo e inmediatamente después de frente cuando regresa corriendo con las manos vacías. Los encuadres, planos y el casi imperceptible movimiento de la cámara para uno y otro lado del marco, nos aproximan a ella convirtiéndonos en habitantes-testigos de la casa.
Días en los que la hija viste y desviste a un padre parcialmente inválido. Que prende el fuego con el que se calienta la casa y se cuecen los alimentos o da de comer y beber al caballo. Pone una y otra vez una mesa con solo dos platos, un salero y la olla con las papas cocidas. Lava la ropa de ambos y una vez terminadas las tareas se sienta imperturbable frente a la ventana a mirar el campo y quizás el horizonte..
Y todos esos acontecimientos de la vida cotidiana que se repiten regularmente en el desarrollo de la película y que parecen conspirar en su contra convirtiéndola en un ejercicio intrascendente, adquieren, por el oficio del director, un carácter cinematográfico pleno. La fotografía en blanco y negro complementada con un persistente uso de los claroscuros y un movimiento pausado de la cámara cuando recorre el interior de la casa retratando el ir y venir de los personajes en sus rutinas desde diferentes posiciones e intensidades de luz, le confieren sentidos que en un principio no tenían o permanecían ocultos. Es el caso del vestir y desvestir al padre. La repetición del suceso una y otra vez puede llevar a percibirlo solo como un acto obligado y solidario de la hija con su padre. Pero las distintas elaboraciones que cada día se hacen para narrar el mismo suceso terminan revelando otro sentido, uno más profundo que relaciona la ayuda con el vínculo amoroso propio de un padre y su hija.
Primer día
El padre despierta a su hija y le dice que ya no escucha la carcoma: «La oí durante 58 años, pero ahora no la escucho»
Segundo día
El hombre ensilla el caballo, lo coloca delante del carro y lo azuza para que comience a caminar. El animal se mantiene inmóvil. El hombre lo azota con insistencia pero no tiene éxito. La hija le advierte que el caballo no se moverá. Llega una visita inesperada que pide una botella de aguardiente. Conversa con el padre y en tono apocalíptico informa que el pueblo está degradado y en ruinas. Los responsables son aquellos que compran, luego degradan o degradan, luego compran …Dicho de otro modo: tocar, degradar, y de ese modo, comprar.
Tercer día
El caballo no come. Una caravana de gitanos llega al pozo en busca de agua.
Cuarto día
La mujer llega al establo. Reprocha al animal que no coma y que tampoco quiera beber. El caballo permanece inmóvil. Ella le asegura que no saldrá a ninguna parte. Deja el corral en penumbras.
Quinto día
El hombre desayuna una copa de aguardiente y, como nunca antes, toma de la botella. Casi no comen las papas. Las lámparas se apagan aunque tienen combustible. Las brasas se extinguen en el fogón. ¿Qué es todo eso?, pregunta la hija al padre. Una voz en off anuncia que la tormenta remitió.
Sexto día
Padre e hija en la mesa, a oscuras, sin mirarse entre sí, parecen comer pero en realidad no lo hacen. Las papas quedan en los platos. La oscuridad y el silencio los envuelve.
A lo largo del todo el desarrollo de la película unas cuerdas interpretan un tema monótono y repetitivo que contribuye de manera muy importante a la creación y mantenimiento de la atmósfera opresiva que domina la película. Esa música incolora que se escucha en toda la extensión de la historia funciona también como un sostén del silencio que muchas veces inunda la película. Por otra parte esos sonidos repetidos incansablemente se identifican con el mundo de la rutina que viven los protagonistas.
La relación del hombre y la mujer con el caballo tiene un sitio preponderante en el film. Esa relación evoca otras de innegable resonancia filosófica. El vínculo detona los sentimientos más encontrados que anidan en los hombres; violencia, ternura, ira, compasión. Por momentos, el comportamiento de caballo parece anticiparse a los hechos y así convertirse en una especie de presagio sobre el porvenir.
También la ventana ocupa un lugar destacado en la narración. Es el nexo privilegiado con un exterior hostil. Frente a ella se sientan alternadamente padre e hija. Ese espacio abierto al mundo exterior tiene un enorme poder simbólico. ¿que miran esos personajes a través de la ventana?¿qué esperan encontrar en la desolación del campo? ¿a qué razón obedece el hecho de que el hombre por momentos baje la cabeza, deje de mirar el afuera, pero permanezca sentado?
El caballo de Turín es uno de los mejores ejemplos de la inagotable riqueza que tiene el lenguaje cinematográfico. Tarr se arriesga a explorar caminos que quizás nunca fueron transitados y otros que él mismo crea. La austeridad a la que somete al lenguaje hablado lo compensa con la potencia expresiva de una fotografía elaborada, minuciosa, paciente. Una verdadera cantera de sentidos. El talento que vuelca en los encuadres, en el uso de un abanico amplio de planos y en el manejo del tiempo cinematográfico, convierten a Tarr en un cineasta de innegable originalidad.
Puntaje: 6
Categorías:Clásico y Moderno
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