
Escuchar música en vivo es un placer. Elegir algún concierto o poder ir a presenciar la actuación de algunos artistas en especial, es algo único. Lo irreversible, es sentir cierta desilusión por haber nacido fuera del tiempo en donde las grandes orquestas y cantantes de tango hicieron sus presentaciones. No hay nada que hacer. Es así.
En esto centré mis pensamientos al transcribir el siguiente texto.
Imaginé los sonidos de estas formaciones tocando en algún cabaret de esos tiempos, los pensé como músicos previos a la era del rocanrol, con sus acordes viscerales y sus ritmos llenos de esa fuerza arrolladora. Con atriles alineados y partituras con arreglos escritos a mano sobre hojas pentagramadas.
A todos ellos con sus trajes impecables, como una pequeña orquesta sinfónica, y solamente a uno de estos maestros luciendo pilchas de otro color. Pensé que me perdí al gordo Troilo y su sueño eterno sobre los pliegues; A Berlingieri, a Osvaldo Pugliese, a Juan D´Arienzo y sus tangos febriles.
Me vi sentado en un privado, con una lámpara de luz escasa, frente a la orquesta de Arolas, o escuchando un solo de Pedro Laurenz, o a Paquita Bernardo sorprendiéndome en cada fraseo.
Quizás alguna madrugada podría haber hecho doblete escuchando a Brignolo tocando Chiqué, y después en algún otro cabarute del bajo encontrarme con Pedro Laurenz y su fueye integrando el magnífico Quinteto Real.
Otra variante posible hubiera sido prenderme en algún bailongo animado por José Basso, o por Miguel Caló. O deleitarme con la voz del tano Fiorentino, o de Angelito Vargas, o de Raúl Berón (uno de mis preferidos), o escuchar al Ofe con su tremenda voz desgranar alguna milonguita lunfarda. Que se yo. Tantos, pero tantos nombres se cruzan por mi mente, que sería datearlos solo por una cuestión de catarsis.
Eso si. Al polaco Goyeneche me lo crucé en esta vida. Y lo tuve frente a frente interpretando tres tangos, sobre un pequeño escenario, con un temblor al que su enfermedad lo sometía, cantando como jamás lo hubiera imaginado.
Y esa noche yo también me contagié de sus temblores, y entendí el valor de ciertas emociones que se hacen residuales para toda nuestra vida.
Categorías:Crónicas de un Melómano
Deja una respuesta