
Todos extrañábamos a Clara. Cuando Enrique llamó diciendo que tenía algo importante que comunicarnos, la sentí con vida. Estúpidamente. Como si, al reunirnos en esa vieja cabaña tan apartada de las costumbres y los lugares frecuentes, el tiempo se agrietara para traerla de nuevo. La vi, a lo largo del viaje, treparse a los árboles del costado de la ruta, con las piernas floridas de raspones frescos. Como había sido siempre, antes de que la rompieran.
Repasé la voz de mi hermano mayor al teléfono, sin descubrir el índice de mi sospecha. No la nombró, pero nadie lo hacía desde que el caso fue cerrado. “Nada más que hacer”, había dicho el abogado. La sentencia sorprendió nuestras voces balbuceantes de quejas, que sabíamos perdidas. En casa, el silencio comenzó a brotar como hiedra silvestre y mientras en mí, las dudas hervían dolorosamente, los viejos ensombrecieron como el envés del día.
En el alero de la cabaña encuentro a mamá. Esconde la cara abrazada al viejo. Encorvada y convulsiva, me devuelve el saludo al verme llegar.
-Esperemos que tu hermano no tarde.
-Todavía no son las cinco, hay tiempo. ¿Cómo estás mamá?
-Tu madre está como la ves. Como puede.
– Le pregunté a ella, ¿por qué la maldita costumbre de hablar en su nombre?
El silencio se reitera, punzante. Lo que sigue es conocido. Las miradas se desvían y entonces me miento. Cubro el agujero irrespirable, ocupando mi mente. Dibujo círculos con el pie sobre la tierra reseca, mientras intento adivinar si el auto que escucho pasar por la ruta es o no, el de Enrique. Cuánto se llevó Clara con su muerte.
Me exasperan los murmullos pegajosos que se dedican en ese abrazo. Masa impenetrable donde no hay lugar para hijos, ni muertos ni vivos.
-¡Te estoy hablando mamá! –grito. Grito, y las palabras se precipitan escupiendo, más allá de mí, la furia. ¡Una madre no se esconde! ¡Busca la verdad aunque se la nieguen!
-¡Maldito desgraciado! ¡Vas a matar a tu madre!
Siento la fuerza de tus manos en el cuello. Por primera vez en años, mis ojos te ven de frente, viejo. Enrique te grita desde el auto y me soltás. Trae una caja. En la ropa tiene restos de sangre, su rostro desencajado me enmudece. Lo sigo.
En la cabaña, el desorden se mezcla con el hedor de la comida putrefacta. Es necesario abrir alguna ventana aprovechando la última luz del día.
-¿Qué es todo esto? Nos hiciste venir hasta acá sabiendo que tu madre y yo estamos grandes. ¡Hablá de una vez!
Pero Enrique no habla.
Abre la caja y saca mecánicamente fotos y cartas que desparrama sobre la mesa. Se va, como quien de tanto ver la misma película hubiese perdido ya, todo interés. Allí, desparramada, vemos la carita de Clara pasar por nuestras manos y la sonrisa de Clara, la juventud de Clara, la letra de Clara y el amor de Clara con la mujer de Enrique, también.
Categorías:Pura Ficción
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