
Abrió los ojos.
“Una mañana más”-, pensó.
Recorrió el espacio con los ojos. Blanco, incandescente, sintió como toda esa luz quemaba sus pupilas y las empequeñecía. Quiso llevarse la mano derecha al rostro, para protegerse con sus dedos de aquella bola de fuego que en forma de haz de luz le nublaba la vista, al tiempo que la empañaba con sus propias lágrimas.
Sin embargo, cuando internamente creyó haber dado la orden, su brazo no se movió. Ni se inmutó. Su foco de atención cambió de dirección por un instante. Lo intentó nuevamente. Esta vez, pensó cada letra de cada palabra, para que su cuerpo no tuviera ninguna duda, ninguna incerteza. Pero nada. Tal vez había dormido sobre aquel costado durante demasiadas horas, y ese brazo se había quedado dormido, y ya sentiría el molesto cosquilleo del calambre, y entonces sí, se provocaría el agite que despertaría motrizmente a esa parte de su cuerpo. Pero cuando intentó mover el brazo izquierdo, tampoco hubo respuesta alguna. Automáticamente, su mente quiso que su cuerpo se levantara. Pero tampoco eso fue posible. Confusa, sin comprender lo que allí ocurría, su respiración comenzó a agitarse y la ansiedad se apoderó de su alma. Pasados los que supuso habrían sido algunos minutos, intentó tomar el control de su mente y lo primero que hizo fue lentificar la respiración. Hacerla más suave, más pausada. Algún control a voluntad parecía ejercer todavía. Se exploró a sí misma. Se recorrió internamente en cada parte, cada sistema, cada órgano… Y se sorprendió al cotejar que podía sentirse. Sentía cada una de sus partes. Incluso, llegó a pensar que por primera vez, podía sentir cada una de las células que en ella vivían.
“Estaré enloqueciendo?”-, pensó.
Sin embargo, era incapaz de mover nada fuera de su rostro. Intentó gritar, pedir ayuda, no sabía quien podría oírla. Pero su voz estaba ahogada dentro suyo. Y nunca salió de su garganta. Ni de su pecho, que es el lugar de donde suele salir, desesperada, en un pedido de auxilio extremo.
Nuevamente agitada, pensó en el día anterior. Pero no encontró nada fuera de lo normal. Y entonces, pensó, de uno en uno, en los días anteriores. Buscaba algún indicio que pudiera explicar algo de lo que allí y en ella ocurría. Habría tenido un accidente y no lo recordaba? Habría caído por la ladera de alguna montaña practicando alguno de aquellos deportes de riesgo que tanto le gustaban? Habría fallecido y se encontraba en un espacio intermedio entre la vida y la muerte, porque su destino aún no se había decidido?
Pero nada en sus recuerdos le ofrecía una respuesta.
Entonces, decidió bucear en sí misma y comenzó a intentar mirar a su alrededor. Sus pupilas ya se habían acostumbrado a aquella dolorosa incandescencia del ambiente, y pudo empezar a mirar. Llevó los ojos hacia su derecha. Parecía un cuarto. Podía serlo, pero era pronto para asegurarlo. Lo único que veía era blancura. Llevó los ojos hacia la izquierda, esperando encontrar más información. Pero veía lo mismo que en el lado opuesto, ningún detalle más.
“Si es un cuarto, habrá una puerta”-, se dijo.
Pero no la vio. Ni detrás, hasta donde sus ojos pudieron ver, ni adelante.
La angustia creció de golpe otra vez y la inundó. Percibió como la blancura extrema, incandescente, fulminante, penetraba en ella, adueñándose de cada rincón de su ser. Sintió su violencia. Su dominio. Nada podía hacer.
Y entonces lo comprendió. Alrededor todo era esa difusa incandescencia. Perturbadora. Ilimitada. Haz de luz que todo lo tragaba, incluso a ella. Allí no había paredes. Ni puertas. Ni ventanas…
Porque lo que no había, era a donde ir.
Confundida ahora en ese exterior sin bordes, sin finales, sin curvas, ella no se diferenciaba de aquel afuera. Ella era ese afuera.
Y si no había hacia dónde ir, no había para qué moverse.
Abrió los ojos.
La oscuridad la envolvió en sus brazos. Desgarradores. Gastados. Pero aún, filosos.
“Una noche más”-, pensó.
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